El mejor día del año
Para Ainhoa, Carlos, Juan y Manuel el calendario de este año que acaba tiene fechas marcadas en rojo que nunca olvidarán. Recuperaron lo más preciado: la salud
Fermín Apezteguia
Sábado, 26 de diciembre 2015, 21:08
La vida está llena de buenas noticias que comienzan en medio del dolor y el sufrimiento. Lo saben bien los cuatro protagonistas de este reportaje, ... cuatro vascos que han marcado en el calendario de 2015 la fecha en que su pesadilla se convirtió en esperanza. Las navidades de este año quedarán grabadas para siempre en la memoria de Ainhoa, Juan Javier, Manu y Carlos porque serán las primeras que disfruten libres de la enfermedad que les puso al límite de sus fuerzas. A los cuatro, 2015 les ha brindado la oportunidad de volver a empezar y, los cuatro, una mujer y tres hombres, han aceptado este desafío de supervivencia.
Ainhoa Zurimendi, madre de dos niñas pequeñas, se ha enfrentado durante dos años a un cáncer y prácticamente lo ha derrotado. «Tengo muchos planes y ya he comenzado a cumplirlos», se arranca. A Juan Javier Hormaetxe, de 69 años, le abrieron el pecho para coserle el corazón y ahora sueña con volver al frontón para jugar a pala. «Los médicos -advierte- pueden hacer mucho por tu físico, pero la mente sólo depende de ti». Manu Alba es uno de los más de 30.000 españoles que ya le sacan la lengua a la hepatitis C. «Estuve a punto de cirrosis, pero soy un hombre libre». El último de los cuatro, Carlos Lejarza, trasplantado de hígado, habla de la felicidad. «Cada mañana sueño con pasear por la playa con mi mujer y mis perros. No quiero más». Todo para ellos comenzó un buen día, que resultó ser el mejor del año.
23 de enero Ainhoa Zurimendi - 42 años
«Todo son lazos rosas, pero nosotras estamos solas»
«El ginecólogo nos confirmó que se trataba de un tumor maligno en el pecho. No me asusté, soy de las personas que agarran el toro por los cuernos. Mi marido y yo nos miramos y dijimos Juntos superaremos lo que sea. Y juntos lo hemos superado». Ainhoa Zurimendi pertenece a ese grupo de mujeres, cada vez mayor, que se ve en el desafío de tener que afrontar un cáncer de mama a una edad temprana. A ella le tocó con 41 años. Preocupada por la enfermedad, acudió a un centro privado, el hospital Zorrotzaurre, para que le practicaran la mamografía que, por edad y falta de antecedentes familiares, Osakidetza le negó. Ni rastro del cáncer. Sus peores sospechas se confirmaron seis meses después, cuando la persistente molestia en un pezón resultó ser un tumor maligno.
«Uno de los momentos más horribles -recuerda Ainhoa- fue informar de la situación a mis hijas». Nahia, con 6 años, y Haizea, con 4 recién cumplidos, parecían demasiado pequeñas para asimilar semejante información. Su madre, psicóloga infantil, decidió esperar a que se diera la situación oportuna con el fin de ganar tiempo y preparar bien -junto a su marido- el momento quizás más delicado de la enfermedad, el de evitar que el cáncer se convirtiera en una fuente sufrimiento para las niñas. «Hay que hacer como en La vida es bella y darle la vuelta a la tortilla», se propusieron. Recibida la primera sesión de quimioterapia, a punto de que comenzara a cáersele el pelo, el secreto ya no podía ocultarse por más tiempo.
«A amatxu -les contó- se le puso una titia (mama) mala; y el médico le dijo que no se podía hacer nada porque tengo dos niñas a las que dar el pecho. ¡Qué va!, pero si son ya supermayores..., le expliqué. Entonces él me contestó que si sois supermayores, la titia no servía para nada. ¡Fuera!» Ainhoa entonces se desnudó para mostrar a las crías su pecho mutilado. El corazón, recuerda en su relato al periodista, «me iba a 2.000». «¡Hala ama...! Pero, ¿te han hecho daño?», preguntó la mayor.
«No, porque estaba dormida y cuando desperté ya me habían curado», les aclaró la madre. «A ver, contadme: ¿qué os pasa a vosotras cuando os doy el Betadine?», les preguntó acto seguido. «Que pica», contestaron al unísono». Pues a mí me va a ocurrir lo mismo, van a darme una botica que me dejará muy cansada y se me caerá el pelo... Así que ahora -continuó- me gustaría que me ayudarais a cortármelo». Con el rapador de su esposo y la ayuda de sus hijas, la media melena de Ainhoa se transformó en un pelo cepillo muy cortito, «casi al cero».
«¡Pero tengo un truco y les engaño a todos, jajaja!», continuó su relato a Nahia y Haizea. Les mostró entonces el sujetador con la prótesis para evitar que las niñas se confundieran cuando la vieran vestida. Las pequeñas se partían de risa. «Y ahora, amatxu se va a convertir en... Amatxu pirata», anunció por fin, mientras se colocaba un anillo en la nariz y en la cabeza el pañuelo que iba a ocultar los efectos secundarios de la quimioterapia. «Ama», le contestó la mayor, «yo lo que veo es que eres superfuerte y que no te importa lo que digan los demás». «A mí lo único que me importa es lo que penséis vosotras», respondió la madre. «A ti, Amatxu -cerró la niña- te voy a querer siempre, con pelo o sin él».
El tratamiento resultó para Ainhoa más duro que la pérdida del pecho. «Era como si me metiera basura en el cuerpo. La quimio me hacía sentirme sucia hasta el punto de que rechazaba coger en brazos a los bebés de mis amigas. Los críos me encantan; pero la medicación me generaba la sensación de tener un extraterrestre dentro de mí. No es como cuando estás enfermo, que tienes un virus y vomitas. Me provocaba náuseas, me rascaba la nariz... me generaba mucho desasosiego».
No se detectó metástasis. La quimioterapia sirvió para borrar todo rastro tumoral, si quedaba alguno. De momento, no lo hay. El alta provisional llegó el 23 de enero pasado, lo que significa que quedan por delante casi cuatro años hasta dar por vencida definitivamente la enfermedad. La batalla, entretanto, se centrará para Ainhoa Zurimendi en luchar contra la falta de complementos apropiados para las mujeres mastectomizadas y sus elevados precios. Una prótesis, se queja, cuesta 300 euros y Sanidad «sólo te costea la mitad». No hay prácticamente comercios donde vendan sujetadores y bañadores para mujeres mutiladas por el cáncer; y los pocos que hay -«con diseños para abuelas»- se venden a 80¤ el sostén y 150 el bañador. «A las grandes marcas y cadenas se les llena la boca con el lazo rosa de solidaridad con el cáncer de mama, pero a la hora de la verdad estamos solas».
Aún así, pesa más lo positivo. Para Ainhoa y su familia, las de este año están siendo las primeras navidades libres de enfermedad. El año nuevo está a punto de comenzar. Su nueva vida ya lo ha hecho. «Cuando hablamos de nuestra felicidad siempre lo hacemos en futuro», reflexiona. «Hay que hacerlo en presente. De todo esto, para mí, ha salido algo bueno: he decidido vivir el momento y montar mi propia empresa de Meditación e Inteligencia Emocional. La vida -concluye- está llena de problemas; el cáncer es sólo uno más. A las personas nos toca lidiar con todos ellos».
19 de mayo Juan Javier Hormaetxe - 69 años
«Mi corazón era un Porsche sin gasolina»
Juan Javier Hormaetxe tiene grabada en el corazón la fecha del 19 de mayo. Ese día, de 1958, siendo un chaval de apenas 12 años, ingresó en la orden de los Pasionistas, en la que llegó a vestir los hábitos. El almanaque de su vida quiso detenerse este 2015 en la misma página. Esta vez Juan Javier debía entrar en quirófano para someterse a una delicada cirugía a corazón abierto. Sus arterias coronarias estaban a punto de reventarlo. «Según el cardiólogo, mi corazón era como un coche nuevo, un auténtico Porsche. Estaba perfecto, pero no le llegaba ni gota de gasolina. No había riego sanguíneo», relata el paciente, un hombre de 69 años y 1,80 de altura, que espera impaciente el alta médica para volver al trabajo y al entrenamiento.
«Siempre he sido de hacer mucho ejercicio», confiesa el cardiópata, constructor de Mungia. Quizá sea eso lo que, según cuenta, le haya salvado. «Me gusta la pala, hago abdominales, flexiones y camino, no paro de andar», detalla. «Todos los días me hago entre 7 y 9 kilómetros alrededor de mi caserío. Ahora que estoy de baja será alguno menos, cuatro o así». Al principio se resistió a chequearse el corazón, como le recomendó su médico de cabecera, pero finalmente aceptó el consejo.
El especialista sospechaba que la máquina de su paciente no marchaba bien y quería comprobarlo con un par de exámenes. Le sometió a una prueba de esfuerzo para evaluar la capacidad de respuesta de su corazón; y después a un cateterismo para comprobar el estado real de sus coronarias. Los resultados fueron los peores que cabía esperar.
Tenía las arterías tan obstruidas que el organismo había generado un sistema de riego alternativo, una especie de red secundaria que permite a la sangre alcanzar el músculo cardiaco, aunque no sin dificultad. «Estás aquí porque has hecho deporte toda la vida y eres tan fuerte que tus vasos han creado sus propios pasos alternativos para la sangre», le informó el facultativo. «No es algo habitual, pero en ti ha ocurrido».
Su médico había acertado, porque si quería seguir vivo Juan Javier tenía que someterse a una operación a vida o muerte. La intervención se prolongó durante siete largas horas. Le abrieron el pecho y le cosieron las arterias con el corazón parado y circulación extracorpórea, lo que supone dejar el órgano sin latido y conectado a una máquina que asume sus funciones. Durante la cirugía, le fueron colocados en total cuatro baipases «Eres de los pacientes que más me ha costado abrir el pecho», le confesó el cirujano cardiovascular, Alejandro Crespo. «Ahí comenzó mi tercera vida, el 19 de mayo, en la habitación del hospital de Cruces en la que desperté de la operación».
Casado y padre de tres hijos, Hormaetxe confiesa que la intervención cardiaca es «el mejor regalo» que le ha dado 2015. Ahora está deseando volver al trabajo, seguramente a finales de enero. «Tengo 69 sí, pero, ¿para qué me voy a jubilar, para estar como muchos amigos, muy ilusionado al principio, celebrándolo y tal; y cinco meses después, arrepentido?». La felicidad para él tiene forma de frontón. «Lo que de verdad me ilusiona es la idea de volver a coger la pala. He participado en muchos torneos de pueblos... Quizá sea una burrada lo que digo, pero esto es lo que más quiero. La pala».
9 de noviembre Manu Alba 57 años
«Vencí la hepatitis con una inyección de gasolina»
Manu Alba es un vividor. Como Pablo Neruda, puede decir que ha vivido. Cualquiera sabe cuándo, cómo y en qué lugar de los muchos mundos que ha conocido el asturiano afincado en Bilbao contrajo el virus de la hepatitis C, que devoró su hígado hasta llevarlo casi a la cirrosis. En la capital vizcaína decidió volver a empezar y un día, de la mano de la asociación Itxarobide, dedicada a la atención de afectados por el virus del sida y de la hepatitis C, decidió convertirse en activista.
El, junto a dos mujeres, se convirtió en uno de los tres primeros pacientes que en España y a través de EL CORREO (11-05-2014) pusieron rostro a la enfermedad y reclamaron públicamente la atención con los antivirales de nueva generación para los afectados en situación más grave. «Hubo que hacerlo, porque la epidemia había estallado, la gente se estaba muriendo y las instituciones no acababan de facilitar a los afectados la medicación que podía salvarnos la vida». Desde entonces, «gracias fundamentalmente a la labor del activismo», han sido tratados un total de 34.600 españoles, entre ellos 1.479 vascos, lográndose la curación del 96% de los afectados, algo menos en Euskadi.
Alba supo el pasado 10 de enero que entraría por fin en el programa de la Sanidad pública (dirigido a los pacientes con daño hepático de f2 a f4, que es el máximo nivel. F0 y f1 han quedado fuera). Fue como un regalo de Reyes después de meses de protestas y movilización. «La falta de concreción por parte de las instituciones nos ha hecho vivir a los enfermos con muchísima ansiedad. No sabíamos a quién iban a tratar, ni si nos iban a dejar morir», sostiene. Su hígado se encontraba ya para entonces bastante deteriorado, según demostró la prueba del fibroscan, que situó en f4 su nivel de daño. «Estaba muy jodidillo, me agotaba con cruzar un paso de cebra».
Su tratamiento -con el famoso Sovaldi (sofosbuvir) reforzado por otra pastilla de nueva generación, Olysio (simeprevir)- comenzó en febrero y se prolongó durante tres meses, aunque antes de que concluyera ya comenzó a notar mejoría. «Fue como una auténtica inyección de gasolina. Antes de terminarme las pastillas, me sentía ya muchísimo más fuerte; se acabaron la fatiga y el cansancio. Mi salud ha mejorado tanto que incluso tengo más ganas de vivir», afirma el vasco de Asturias.
Sale a pasear, el médico le ha permitido «alguna cervecita» y se ve de nuevo en el mundo, porque puede caminar sin agotarse, detenerse a hablar con la gente y tantas otras cosas que hace sólo unos meses le parecían vetadas para siempre. Su compromiso con el activismo permanece y acude puntualmente a la ONG Itxarobide a ayudar en lo que sea. «Ahora todo el mundo habla y critica a los pacientes F0 y F1, que se van a Egipto a por tratamientos baratos, en programas de turismo sanitario. No ocurriría si las autoridades sanitarias se lo dieran a todo el que lo necesita. Estaba demostrado que es más barato un tratamiento contra la hepatitis C que un trasplante. Lo que sabemos ahora es que a Sanidad le saldría mejor tratar a sus ciudadanos en Egipto...». Un jeroglífico pendiente de resolver.
11 de mayo Carlos Lejarza 50 años
«Llegué a pensar que no habría un hígado para mí»
Acababa de meter una costilla al horno cuando sonó su teléfono rojo. El corazón le dio un vuelco y respiró profundo. Carlos Lejarza llevaba ya un tiempo largo viviendo con dos terminales, uno personal y otro con un número secreto que sólo disponían en la consulta de Trasplantes del hospital de Cruces. Podía haber sido para cualquier otra gestión, como aplazar una consulta o realizar una prueba, pero no. Algo en su interior le estaba anunciando para qué le llamaban esta vez; y acertó. «Soy Pili, de la Coordinadora de Trasplantes», dijo la voz al otro lado del aparato. «Parece que hay un órgano ompatible para ti». «Hablé con mi hermana, con mi esposa y no podía dejar de llorar; no por miedo, sino de la emoción. Estad tranquilos, les dije a todos, que no va a pasar nada. Por fin, me voy a curar».
Carlos Lejarza es un tipo conocido en el barrio getxotarra de Romo, donde regenta un bar muy popular en la zona de poteo. Está convencido de que nació con la infección, porque su madre murió por ella «ya con más de 80 años» y su hermana pequeña también, «el año pasado». En 1993, hace ya 22 años, un especialista le diagnosticó cirrosis y, sorprendido por la presencia de una enfermedad degenerativa en una persona tan joven, descubrió que en su sangre circulaba también el virus de la hepatitis C. Desde entonces, año tras año, fue escuchando en las consultas médicas que estaba siendo un tipo con suerte, que su hígado ya no duraría mucho más.
Duró así veinte años, hasta 2013, cuando se descompensó irremediablemente y sus médicos consideraron que había llegado el momento de incluirlo en lista de espera. Como paso previo, decidiero tratar su hepatitis C con los revolucionarios fármacos que acababan de aparecer y que aún no habían entrado a formar parte de la cartera de servicios de la sanidad pública. Los médicos llaman uso compasivo a este protocolo de utilización de medicamentos, que permite ofrecer fármacos no autorizados a pacientes para los que no queda más alternativa terapéutica y, al mismo tiempo, comprueban su eficacia. «La idea era que la hepatitis no dañara mi nuevo hígado. ¡Para mí fue la hostia! En tres meses desapareció una enfermedad que me había acompañado toda la vida», se alegra.
El trasplante se hizo esperar. «Me dijeron que un órgano tarda en aparecer tres o cuatro meses, pero pasaba el tiempo, más de un año, y no me llamaban. Veía a otros pacientes como yo, que estaban siendo atendidos y les trasplantaban, se iban a sus casas; y psicológicamente comencé a sentirme peor. Llegué a pensar que nunca habría solución para mí», se sincera. Un hígado compatible es un órgano perteneciente a una persona del mismo grupo sanguíneo, que morfológicamente se adapte bien al organismo y que desde el punto de vista inmunitario posee unas características similares a las del receptor. Puede aparecer uno; y que en la misma lista de espera se encuentre otro paciente en una situación más delicada. Ocurrió.
Hasta que, por fin, llegó el día. La operación comenzó sobre las siete de la tarde del 11 de mayo y se prolongó durante ocho horas. Cuando Carlos despertó al día siguiente en su habitación y vió que a su alrededor no había botellitas de suero, ni tubitos ni aparataje, se temió lo peor. «¡Qué decepción! Pensé que no me habían trasplantado. En realidad, todos los cachivaches estaban detrás de la cabecera de mi cama...»
Aquella mañana, en el hospital, comenzó para él una nueva vida que no va a dejar escapar. «Pensé en mi madre. Entre mi enfermedad y el bar, hubiera querido dedicarle más tiempo. También en mi hermana pequeña, cuya muerte no me dio tiempo a llorar... Y lloré. La luz que nos ilumina parece que siempre va a estar ahí y no la aprecias hasta que comienzas a tocar interruptores y descubres que la has perdido».
Su nueva vida quiere vivirla con plenitud. «Una vez tuve miedo a morir y ahora lo que quiero es vivir. Me gustaría dejar el bar y dedicarme a mi mujer, que ha sufrido mi enfermedad más que yo, y a mis perros. A disfrutar de cada instante». Ese tiempo para Carlos, ya ha comenzado. Como Ainhoa, Juan Javier y Manu, la próxima Nochevieja, con la última campanada, levantará la copa de cava y pedirá un deseo que ya se ha cumplido. ¡Salud!
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