Víctimas del olor de la guerra
Cientos de miles de soldados desertaron durante la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes fusilaron a quienes abandonaron el frente mientras que los tribunales castrenses aliados siempre eludieron aplicar la pena capital. Ambos bandos intentaron ocultar la existencia de militares que dejaron de luchar por la patria
Anje Ribera
Miércoles, 30 de marzo 2016, 17:36
La deserción ha sido un tema premeditadamente olvidado por los relatos bélicos sobre la Segunda Guerra Mundial. Hasta hace poco, la literatura y el cine sólo recogían la historia de los heroicos soldados que dieron su vida en los campos de batalla. Todos los aliados que participaron en la contienda fueron retratados como si fueran John Wayne, valientes y altruistas. Los que abandonaron los frentes e incumplieron su deber de luchar por la patria resultaron, por supuesto, ignorados, hasta por los historiadores. Se les consideró simples «cobardes» o «maricas» que no merecían mayor consideración. El general George S. Patton incluso llegó a abofetear personalmente en Sicilia a un soldado que alegó 'agotamiento de batalla'. Para él sólo se trataba de un «gallina».
En el conflicto que regó de sangre medio planeta se contabilizaron muchos, muchísimos militares que arrojaron sus armas y salieron huyendo de los disparos, los bombardeos o los campos minados. Documentos desclasificados recientemente y algunos estudios bibliográficos cuantifican en 150.000 los soldados estadounidenses y británicos que corrieron hacia la retaguardia ante la proximidad del enemigo.
Entre las filas alemanas fueron, por lo menos, otros tantos los que optaron por coger las de Villadiego, pero no existen cifras que puedan ser calificadas como fiables. En el bando soviético fueron menos, porque cualquier signo de debilidad suponía la muerte a manos de sus propios oficiales. Finalmente, entre los japoneses apenas se dieron casos y hasta algunos uniformados se negaron a rendirse, incluso una vez finalizada la guerra. Eran los llamados zan-ryu-scha.
Las causas
Más allá de los fríos datos estadísticos, las motivaciones que llevaron a los soldados a desertar fueron diversas. Pocas tuvieron relación directa con la falta de valor. El miedo tampoco fue nunca la principal causa. El cansancio, el llamado 'estrés de combate' tras largos períodos de bombardeos, la climatología extrema, la malnutrición, la muerte de camaradas o la falta de confianza en sus mandos son hipótesis más creíbles.
A ello habría que unir la falta de relevos en primera línea en los combates sólo participaba un 10% del total de los soldados, mientras el resto ocupaba la retaguardia, la ineficaz o inexistente asistencia psicológica, problemas familiares sobre todo por divorcios solicitados por las esposas mientras ellos estaban en el frente, odio hacia los oficiales, muchas veces cínicos o sádicos...
Todas estas variables podríamos englobarlas en un único factor que los expertos denominan neurosis de guerra y que popularmente es conocida como 'olor de guerra', como recoge la obra especializada 'Psicología del combatiente'. Es el verdadero telón de fondo de las deserciones, del proceso que convierte a los soldados en hombres rotos, con mentes heridas, que se quiebran y deciden poner tierra de por medio. Se trataba, simplemente, de gente corriente que tuvo la mala suerte de vivir en tiempos extraordinarios. «Todos tenían un límite, por muy fuertes que fueran», aseguran los expertos. Lo sorprendente no es que tantos hombres desertaran, sino que no lo hicieran más.
Pero, ¿realmente se trataba de hombres? Muchos eran en realidad simples niños, arrastrados a las trincheras carentes aún de fortaleza psíquica, madurez y preparación. En abundantes casos se trataba de adolescentes que procedían de zonas rurales de la América profunda y que salían por primera vez de la seguridad que les proporcionaban sus hogares.
Trescientos reclutas sucumbían cada semana a crisis nerviosas incluso durante sus períodos de instrucción, sobre todo entre los destinados a infantería. Saltaban de los trenes y de los camiones que les trasladaban a los puertos, y hasta de los barcos que les llevarían a Europa. Sufrían la llamada 'fiebre de la pasarela' y eran tantos que su elevado número hacía imposible llevarles a juicio a todos.
Delincuentes
Entre el perfil de los que se despojaban del uniforme había también un alto número de tropas que procedían del mundo de la delincuencia. Ellos, en muchos casos obligados a ir al frente para eludir condenas, aprovecharon el aumento de la criminalidad que se registraba en los países a medida que eran liberados para hacer lo que mejor sabían. Estos desertores nunca intentaron volver a sus patrias.
Se limitaban a vivir escondidos en la retaguardia del escenario bélico, protagonizando actuaciones al margen de la ley, robando y vendiendo suministros militares. Los saqueos llegaron hasta tal extremo que se vio afectado el abastecimiento de combustible a los tanques de Patton cuando afrontaron el ataque a la Línea Sigfrido.
Otros de los que dieron la espalda a la batalla eran inadaptados, que pronto cayeron en manos del alcohol y frecuentaban prostíbulos una vez deshumanizados por una guerra que mató a cincuenta millones de personas. Incluso, horas antes de la invasión de Normandía en junio de 1944, patrullas conjuntas de las policías militares británica y estadounidense realizaron redadas en los barrios bajos de Londres en busca de soldados refugiados en los locales nocturnos.
Buscaban a tropas que no habían regresado a los cuarteles una vez consumidos sus permisos. Muchas veces, cuando los uniformados eran localizados, se autolesionaban para eludir reincorporarse a sus unidades. Esta práctica se repetía asimismo en el frente, donde hacían todo lo posible para contraer el llamado 'pie de trinchera', afección provocada por la prolongada inmersión de los pies en agua fría.
Los castigos
Abandonar las filas ha estado históricamente castigado con la pena de muerte en todos los ejércitos, pero la ejecución de las sentencias apenas se llevó a cabo entre los aliados. La decisión de colocar a un soldado evadido ante un tribunal castrense la tomaban los comandantes de cada unidad y éstos siempre optaban por bajas deshonrosas, que privaban a los afectados de los privilegios con los que contaban los veteranos. Esta pena equivalía, más o menos, a un despido.
Los generales sí presionaron para que se castigara la deserción y detener así la sangría de abandonos del frente, sobre todo en el caso de las tropas británicas en el escenario bélico norteafricano. Los soldados aprovechaban los períodos de descanso en la delta del Nilo para huir y evitar así su regreso a los desiertos de Libia. Se convertían en AWOL, 'ausente sin permiso', por sus siglas en inglés.
Pero los estados mayores estadounidense y británico siempre prefieron escarmientos en forma de descrédito personal, porque aplicar la pena capital no habría sido entendido por la opinión pública. Los numerosos casos de militares juzgados como traidores fueron silenciados.
Las autoridades castrenses de Washington llegaron a imponer 763 condenas, todas leves, de las que 617 fueron condonadas. De hecho, entre los aliados sólo se tiene conocimiento de dos fusilamientos. El triste honor de inaugurar los ajusticiamientos lo tuvo el norteamericano Eddie D. Slovik, un hombre sin suerte. Ni siquiera llegó a evadirse. Su delito fue asegurar ante sus superiores que prefería la cárcel al ejército. Se enfrentó a un consejo de guerra coincidiendo la batalla de los bosque de Hurtgen, entre Bélgica y Alemania, que costó la vida a más de 6.000 aliados en enero de 1945. La gravedad de las bajas hizo que los dirigentes decidieran que no era momento de suspender la pena de muerte que le fue impuesta. Había que exhibir firmeza para demostrar a los demás soldados que alejarse de los disparos era impresentable. Su muerte era necesaria para que su ejemplo no proliferara.
La historia de Slovik fue llevada a la telvisión en 1974 con el título 'La ejecución del soldado Slovik' y protagonizada por Martin Sheen. Su guión relata la serie de fatales acontecimientos que condujeron a su ejecución. Además, pormenoriza su vida anterior, cuando trabajaba de fontanero y forjaba ambiciosos planes de futuro con la que sería su esposa, Antoniette. «No me fusilan por desertar. Miles de tipos han hecho eso. Tan sólo necesitan dar un ejemplo y yo soy ideal porque estuve en la cárcel. Robaba cosas de crío y por eso me ejecutan. Me fusilan por el pan y los chicles que robaba cuando tenía 12 años», fue la última frase de Slovik ante el pelotón que cercenó su vida.
La segunda víctima fue el canadiense Harold Pringle, ejecutado en Italia el 5 de julio de 1945. Su historial de anomalías castrenses era copioso. Ya desapareció durante la instrucción, luego tuvo que pasar por un campo reformatorio y finalmente desertó en la 'línea Gustav'. Se escondió en Roma, donde se unió a una banda de delincuentes que actuaba en el mercado negro. Tras un tiroteo fue arrestado por la Policía. Finalmente acabó en el paredón. Su historia se recoge en el libro de Andrew Clark 'A keen soldier'.
Severidad alemana
Por contra, más de 23.000 de los 30.000 desertores de la Wehrmacht condenados fueron ejecutados tras ser capturados por la eficiente Policía Militar. Este cuerpo, conocido como la 'media luna' por la forma del medallón que utilizaba, llegó incluso a ajusticiar a los oficiales al mando de las unidades que retrocedían. Hitler siempre persiguió con gran severidad a quienes intentaron evitar su participación en la guerra.
Los que consiguieron salvarse del paredón fueron enviados al frente en libertad provisional y allí se les destinó a las unidades penales, las que se les encargaron de las misiones suicidas. Significaba una muerte segura. Durante los últimos años del conflicto, en la fase de desmoronamiento del Tercer Reich, quienes corrieron para salvarse fueron cientos de miles. Una desbandada. Ellos sí eludieron los ajusticiamientos. No obstante, las sentencias de muerte siguieron en pie hasta que en 2002 el Bundestag Cámara baja del Parlamento germano aprobó su derogación.
Entre los soviéticos, los procesos judiciales se consideraban un lujo para los que abandonaban sus filas, un trámite que se ahorraba el Ejército Rojo. Los oficiales tenían una orden de Stalin de disparar contra los hombres que escapaban. Ellos mismos podrían ser acusados de cobardes o pusilánimes si no lo hacían así. Los comisarios políticos que acompañaban a las tropas se encargaban de impedir que alguien retrocediera. Por lo tanto, era mejor morir a manos del enemigo que por disparos de los propios camaradas. Se cree que cerca de un millón de soldados soviéticos perdieron la vida por el fuego de sus compañeros al considerarlos traidores. Los pocos desertores que se libraron de las ejecuciones sumarias fueron enviados a batallones de castigo. Era habitual que tuvieran que encargarse de limpiar campos de minas. Su mortalidad era elevadísima.
Muchos de los huidos de ambos bandos, siete décadas después, siguen en busca y captura. Por ello, durante los últimos años se han llevado a cabo una serie de iniciativas políticas para rehabilitar a muchos soldados que durante la guerra fueron injustamente considerados como desertores. Es el caso de Austria, de Irlanda... cuyos parlamentos indultaron a militares que fueron declarados culpables de deserción y tras la guerra tuvieron que enfrentarse a la discriminación y a la pérdida de pensiones. «Si todos hubieran actuado como nosotros, los campos de exterminio no hubieran sido posibles», aseguró hace unos años Ludwig Baumann, presidente de la Federación de las Víctimas de la Justicia Militar Nacional Socialista y desertor desde 1942. Muchos aún le siguen llamando «traidor y cobarde». Baumann abandonó la Wehrmacht cuando estaba destinado cerca de Burdeos. Fue apresado y condenado a muerte, pero gracias a las influencias de su padre, un importante comerciante, su pena fue conmutada por otra de doce años de cárcel. Sin embargo, estuvo diez meses a la espera de que una mañana le despertaran para llevarlo al paredón. Acabó en un campo de concentración.
Literatura y cine
Es ahora que hemos cambiado de siglo cuando la literatura ha puesto su punto de mira en las evasiones de la primera línea de fuego. Precisamente con el título de 'Desertores' el periodista norteamericano Charles Glass escribió el pasado año una obra que narra, con datos reveladores y descorazonadores, el drama de aquellos que decidieron poner tierra de por medio entre ellos y el enemigo. Nos revela aspectos inéditos. Para ello personifica la deserción en una serie de soldados que sobrevivieron al paredón, aunque no al deshonor. Es el caso de Alfred Whitehead, que tras abandonar su granja de Tennessee para escapar de los malos tratos de su padrastro fue condecorado con las estrellas de plata y bronce por su coraje en el desembarco de Normandía. No obstante, más tarde, desertó y acabó como gánster en París, aprovechándose del mercado negro con material robado al ejército norteamericano, sobre todo gasolina y pertrechos militares. Lo cuenta todo en el libro autobiográfico 'Historia de un soldado'.
Steve Weiss, miembro de una familia judía de Nueva York e hijo de un veterano de la Primera Guerra Mundial que sufrió los efectos del gas mostaza, estuvo en las líneas de fuego de Italia, Francia y los Vosgos, pero finalmente se quitó el uniforme para integrarse en la resistencia gala porque la falta de relevos acabó con su fortaleza mental. Siguió los consejo de su padre: «Olvídate de las banderas, las bandas de música y los desfiles. Eso es sólo seducción para que haya más alistamientos».
El británico John Bain llegó a abandonar su unidad hasta en tres ocasiones, pero nunca rehuía el combate. De hecho, acabó por perder las piernas en el norte de África. Hijo de un sádico, se alistó en la RAF para huir de su padre. No fue aceptado y acabó en infantería. En el frente, sucumbió al «tedio del servicio» cuando vio que varios compañeros saqueaban cadáveres. Cumplió condena en la prisión militar de Mustafá y tras la guerra se convirtió en un contrastado poeta, con el seudónimo de Vernon Scannell. Años más tarde confesó que abandonó el frente porque pensó que la guerra le robaría lo mejor que tenía como ser humano. No lo hizo por miedo. Como señala en su poema 'Amor y coraje', escogió «la deserción, la ignominia y la cárcel».
En el mundo académico, en la década de los ochenta se publicaron trabajos bastante documentados. Destacan las investigaciones de Manfred Messerschmidt y Fritz Wülnerm, que analizaron el caso alemán y desvelando la existencia de una justicia militar poco compasiva. Juntos publicaron 'Die Wehrmachtjustiz im dienste des nationalsozialismus' en 1987. Posteriormente, en 1991, Wülnerm redactó en solitario 'La justicia militar nacionalsocialista y el deplorable estado de la historiografía'. Un año más tarde salió al mercado 'El Ejército de Hitler: soldados, nazis y la guerra en el Tercer Reich', de Omer Bartov. En castellano podemos encontrar 'La Wehrmacht, los crímenes del ejército alemán', obra de Wofram Wette publicada por la editorial Crítica en 2006. Trabajo riguroso y completo.
La gran pantalla se ha fijado poco en las causas de la supuesta falta de valor de los uniformados. Siempre que se ha tocado el tema ha sido tangencialmente, como en el caso de 'Doce del patíbulo' o en 'Malditos bastardos', la obra de Quentin Tarantino que se inspiró en una película italiana de 1978 titulada 'Aquel maldito tren blindado'.
También existe un filme alemán de los años cincuenta titulado 'Noche amarga' (1958), que relata las últimas horas de vida del soldado alemán Fedor Baranowski que, hastiado de la guerra, trata de escapar del horror del frente con su amante ucraniana. Fue capturado y acabó ante el pelotón de fusilamiento. La última noche la pasa con un sacerdote militar. También la producción 'La colina' (1965), dirigida por Sidney Lumet y protagonizada por San Connery, narra las duras condiciones de vida de los soldados británicos confinados en la prisión militar africana de Mustafá después de desertar.