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Los vecinos de Sodupe se resignan a las inundaciones: «Ya sabemos que nos va a tocar»
En cuanto el Herrerías empieza a desbordarse, los vecinos de las casas de Sodupe más cercanas al río inician su propio operativo de emergencia
A todos nos resulta fastidioso ver pronósticos del tiempo como los de las últimas semanas en Bizkaia, esa fila de nubecitas negras que sueltan lluvia ... sin parar sobre nuestro futuro inmediato. Oímos hablar de alertas amarillas y naranjas y tratamos de adaptar nuestros planes para no mojarnos demasiado. Pero hay algunos barrios donde esas predicciones meteorológicas y esos avisos oficiales adquieren una dimensión distinta, más amenazadora, porque ya saben de antemano que les corresponde la peor cara del temporal: tener un río como vecino implica a veces sufrir las consecuencias de sus crecidas y desbordamientos, y los residentes de estas zonas aprendieron hace mucho tiempo a estar prevenidos.
Es mediodía de ayer y la calle Sollobente, en Sodupe, parece un episodio especial de 'Barrio Sésamo' dedicado a las inundaciones. Como si alguien hubiese dado la señal de acción, todo el mundo se ha lanzado a una actividad frenética: unos colocan compuertas delante de sus puertas, otros sellan las rendijas con espuma, algunos mueven a lo alto los contenidos de sus lonjas y los operarios municipales y la Policía reparten sacos de contención. Todos se afanan en esas tareas con la presteza y la precisión que da la costumbre. En realidad, sí que ha dado alguien la señal de acción: ha sido el propio río Herrerías, que acaba de salirse de su cauce y va invadiendo la calle vecina, Allende Zelaia. El nivel asciende casi a ojos vistas y los vecinos saben que, en cuanto supere el cambio de rasante, se precipitará hacia esas puertas y esas lonjas que tratan de poner a salvo.
«Lo llevamos mal, muy mal. No nos hemos recuperado de la del otro día y ahora nos viene otra. Nunca nos había pasado dos veces tan seguidas», se lamenta Enara Mediavilla. En su casa ya han completado su particular dispositivo de emergencia: «En cuanto el agua se empieza a salir -explica, señalando hacia la calle vecina-, ponemos la compuerta con la espuma de sellar y taponamos las dos arquetas de casa». A su marido, Juanjo, ya lo recogieron hace seis años en una zodiac, aunque él dice que no había mucha necesidad pese al metro de altura que había alcanzado el agua. En el edificio de al lado, Álvaro López asegura con cemento la compuerta de madera de encofrado con la que resguarda su lonja: «Es de secado rápido y con esto no entra el agua».
- Qué nivel, ¿no?
- Nooo, nivel es la valla de goma a presión que tienen ahí a la vuelta, pero cuesta dos mil euros.
Álvaro es fontanero y ha dejado una caldera a medio instalar porque le han avisado de que el río ya empezaba a hacer de las suyas. También le ha colocado una de sus compuertas reforzadas a la clínica veterinaria de la calle, donde justo habían retirado hace un par de días la de la inundación de la semana pasada. Tanto Álvaro como Juanjo coinciden en manifestar una queja: «Antes, el agua se salía primero por allí -comentan, señalando hacia la otra orilla del río- y después ya empezaba a salirse por esta parte. Ahora se sale por aquí y no por allí. El agua ya no se reparte porque hicieron un parking y levantaron aquel lado». Otro vecino, José Antonio Prado, asiente con gravedad: «URA (la Agencia Vasca del Agua) fue muy permisiva con eso, pero luego no te dejan ni cortar una rama de árbol».
«Mis nietos preguntan si les va a llevar el río, o si van a poder entrar a casa cuando vuelvan del colegio»
Sin dormir por los nervios
Allende Zelaia ya va teniendo menos pinta de calle que de brazo del río. «Esta noche yo no he dormido -suspira una residente, Lucía Díez-. En cuanto te enteras de que hay alerta, empiezas a pensar en esto que estamos viviendo ahora y te entra el nerviosismo. Mis nietos preguntan si les va a llevar el río, o si van a poder entrar a casa después del colegio». Y los niños no exageran: junto al puente se alza en solitario una casa que en algunas imágenes de la última inundación parecía una isla, abrazada por el agua que se había salido de su cauce y que regresaba a él un poco más allá, donde el Herrerías se junta ya con el Cadagua. Es una casa de dos pisos, protegida por un par de filas de sacos de arena colocados por el Ayuntamiento: una barrera a la entrada del pequeño patio y otra en la puerta principal. En la planta baja vive la familia de Nerea Arcos, para quien las inundaciones se han convertido en una penosa condena. «Esto es horrible. Aquí ya sabemos que nos va a tocar, así que subimos todo arriba y nos marchamos de casa. A esto no te acostumbras nunca: el agua, el barro, el verlo todo tirado... Más que miedo, lo que sientes es agobio», se lamenta.
En el piso de arriba vive Edurne Zamora, que nació en esta misma casa hace más de ochenta años: «La construyó mi padre, que era carpintero. Antaño entraba menos agua, porque la carretera estaba más baja. Pero en el 83 fue catastrófico, se llevó todo un tramo de escaleras. Si el Cadagua viene fuerte, manda para aquí el agua del Herrerías», detalla la mujer. Cada vez que se desmanda el río, ella y su marido tienen que decidir si se quedan en casa o se refugian en la del hijo: «El otro día no nos movimos, pero imponía». ¿Y cómo pasan el rato en su hogar rodeado de agua? «A mi marido le gusta hacer el crucigrama y yo bastante tengo con atender el teléfono, que no para. Y al día siguiente hay que limpiar el barro, que cuesta mucho quitarlo».
Persianas reventadas y coches en siniestro total
Las zonas ribereñas de los barrios de Ariz y Urbi, en Basauri, son otro vecindario acostumbrado a mirar con desconfianza al río, en su caso el Nervión. «Tenemos sirenas. Cuando sube el agua, suenan y bajamos a sacar los coches del garaje», explica Félix Gómez, que lleva muchos años viviendo en Urbi y conoció la época en la que ese garaje suyo era un almacén de fruta que se inundaba con cierta asiduidad. Pero la sirena, activada por sensores, no es un sistema infalible: «Estos días ha entrado agua hasta unos 40 centímetros y ha pillado tres coches y dos motos. ¡No se enterarían!». En el cercano taller Aberasturi saben mucho de esto: no solo por las veces que les ha entrado agua, sino porque les llegan coches inutilizados por la riada. «La mayoría son siniestro total. Ahora tenemos un Opel al que le pilló la semana pasada: la gente está acostumbrada, pero siempre sorprende a alguien», plantean.
En la orilla de enfrente, en Ariz, el albañil Julian Nicolai anda atareado en su lonja, subiendo material a las baldas de arriba. «La semana pasada, el agua me estropeó la rotaflex y más herramientas. Hoy llevo aquí una hora y ya se nota la crecida», se preocupa. Un par de lonjas más allá, se aprecian más efectos de la última inundación: José Ugidos, de Persianas El Kalero, está instalando un cierre metálico nuevo para un cliente, porque el anterior se lo llevó la riada. «El agua viene con muchísima fuerza y puede con todo».
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