Regreso al epicentro de la fiesta
Falta una semana para que se cumplan diecisiete meses de aquel 6 de abril y parece que fue ayer, que todavía resuenan en las gradas ... del estadio de La Cartuja los gritos que desahogaban tantos años de espera, que fluyen las lágrimas, esta vez de alegría, que arrastraban consigo tantas frustraciones. Habían pasado cuatro décadas desde la última Copa, generaciones enteras de rojiblancos habían crecido sin nada que celebrar, conformándose con alguna Supercopa, o con algunas clasificaciones europeas. Aquel segundo puesto en la Liga de la temporada 1997-98, la del Centenario, se había celebrado como un título, con visita al Ayuntamiento y paseo en camión por la Gran Vía. Hasta una final perdida por goleada tuvo su triste epílogo en un infausto recibimiento. Hubo quien empezó a considerar a la gabarra más como una nave gafada que como un tótem rojiblanco.
Los años vacíos acabaron aquella noche que fue sevillana pero que pudo volver a acabar siendo otra noche toledana después de ciento veinte minutos de montaña rusa y el desafío a la salud que suponen los lanzamientos desde los once metros. Para siempre nos quedará el recuerdo de Berenguer rectificando su carrera con un saltito a la izquierda antes de embocar el disparo definitivo, el que abrió la espita para que desbordara la alegría. Antes habían acertado Raúl García, Muniain y Vesga. Y había acertado también Julen Agirrezabala deteniendo el lanzamiento de Morlanes. Y antes, mucho antes, Sancet había dado vida a un equipo herido por un gol que despertaba todos sus fantasmas. El Athletic regresa mañana al epicentro de la fiesta desde el que irradió un terremoto de felicidad a todo el universo rojiblanco. En La Cartuja explotó por fin una celebración que miles de seguidores, nunca mejor dicho, inasequibles al desaliento, llevaban dos días ensayando en las calles de Sevilla. Había esperanza en que esta vez sí, tocaba ganar de nuevo. La identidad del rival y el momento del propio Athletic hacían presagiar el éxito, aunque la maldición de tantas finales perdidas obligaba a contener la euforia. Los leones habían flaqueado cada vez que habían llegado a la última instancia de una competición y el recuerdo de tantas frustraciones aconsejaba no vender la piel antes de cazar al oso.
Después de dos días de ensayo estalló por fin la fiesta en La Cartuja, aunque fue la fiesta más extraña de todas. Después del estallido tras el último penalti, de los gritos, las risas, el llanto y los abrazos, los miles de aficionados emprendieron el largo camino hacia la ciudad en un silencio reflexivo, como si en lugar de que la euforia disparara su adrenalina, sintieran el alivio de quien se acaba de quitar un gran peso de encima, el peso de cuarenta años y ciento veinte minutos de espera que cargaron sobre sus hombros hasta que aquel balón impulsado por Berenguer voló los últimos once metros de la larga travesía del desierto.
El Athletic regresa al escenario en el que fue y nos hizo felices. Entonces jugó como local, no solo porque en las finales de Copa siempre le corresponde esa condición, sino porque estuvo arropado por tres cuartas partes de la grada. Ahora lo hará como visitante ante un rival y un público históricamente complicados. Nunca fue Sevilla una plaza propicia para un Athletic que ha sufrido por igual en el Benito Villamarín y en el Sánchez Pizjuán.
Tampoco el escenario será exactamente el mismo. La remodelación de La Cartuja ha convertido el estadio original en un campo de fútbol con las gradas más cerca del terreno de juego. Ha cambiado, sí, pero en la memoria colectiva rojiblanca, La Cartuja será siempre aquella curva rojiblanca detrás de la portería de los penaltis desde la que una noche de abril llegamos a tocar el cielo.
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