«De lo que pasa en el mundo, por dios que no entiendo ná. El cardo siempre gritando, y la flor siempre callá». Aquellos versos ... que cantaban Lole y Manuel me han acompañado a lo largo de mi vida, porque siempre me pareció ésta una frase que pedía mármol. Tanta verdad, expresada de un modo tan sencillo.
No me digan que no resulta bien paradójico que el ruido que generan gañanes y descalzaputas en este circo mediático en que habitamos, aun siendo una inmensa minoría, acabe imponiéndose sobre las opiniones sensatas y el pensamiento solvente, aun siendo estos abrumadoramente mayoritarios.
Siempre hemos escuchado hablar de la maldición de los países subdesarrollados. De que lo peor que puede ocurrirle a un paisito del tercer o cuarto mundo es que la suerte le maldiga con recursos naturales en su territorio: bolsas de gas y petróleo, diamantes, litio, coltán o cualquier mineral estratégico.
Lo que a priori pudiera parecer una bendición para generar igualdad, prosperidad y desarrollo, enseguida se transforma en un tsunami de muerte y destrucción en manos de sátrapas a sueldo financiados y armados por Occidente.
En los países desarrollados del Norte, también nos aquejan maldiciones similares. No sé quién fue el que lo enunció, pero acertó de pleno, aquello de que la única diferencia entre un político norteamericano y uno mexicano es la cantidad de ceros que necesitas para sobornarlo. No somos tan diferentes, humanos al fin y al cabo, unos y otros.
Por eso, si observamos la realidad con ojos limpios podremos ver cómo los lobbies, grupos de presión o como prefieran llamarlos, llevan camino de prostituir las democracias occidentales en su intento por convertirlas en meras plutocracias en manos de validos. Y teniendo en cuenta el precio de saldo al que están los partidos políticos, si los comparamos con los clubes de fútbol por ejemplo, es normal que los grupos de presión no aspiren tanto a sustituirlos, como a emplearlos al dictado de sus intereses.
El sonrojante paradigma de esta práctica es la industria armamentista americana. No hay más que mirar las caras de los 19 niños ejecutados a sangre fría en un colegio de Texas para saber a cuánto cotiza el kilo de carne infantil en el parqué del Senado norteamericano. La de las dos profesoras asesinadas igualmente ni lo menciono, porque el kilo de adulto resulta irrelevante a estas alturas de la película. Sobre todo cuando un senador del estado tejano declara ante los medios que lo que hay que hacer para evitar las masacres en los colegios americanos es armar a los profesores.
«El desprecio a las instituciones es un lujo que la inmensa mayoría de nosotros no deberíamos permitirnos»
Pudiera parecer que toda esta reflexión, que desborda pesimismo, pretendiera brindar una excusa para el nihilismo o la renuncia. Y nada más lejos de mi intención que prestar apoyo a quienes postulan la desidia como norma de conducta. Antes bien, creo que hoy resulta una exigencia moral reivindicar el compromiso con la 'res publica' y la militancia cívica por la democracia. El desprecio a las instituciones es un lujo que la inmensa mayoría de nosotros no deberíamos permitirnos.
En esta sociedad enredada y cautivada por la narcosis y la quietud, tan ayuna de actitudes éticas y conductas ejemplares en la política, resulta particularmente indignante que quien debe legitimar las instituciones las degrade con su comportamiento. Sabemos que hay un empeño perpetuo en desacreditarlas. Pero también sabemos lo necesarias que son, sobre todo para quienes habitan las lindes de la intemperie.
Por eso resulta lacerante observar conductas tan groseras como el 'ongi etorri' que se marcó nuestro jubilado real llegado directamente desde su exilio dorado hasta las costas galaicas, para vergüenza de propios y extraños y descrédito de la Jefatura del Estado.
Pese a todo, he de reconocer que en un primer momento me enterneció ver al destartalado rey emérito en televisión contestando a una pregunta formulada a distancia por una periodista: -Majestad, ¿qué espera de su visita a la Zarzuela? Y el viejo contestó con gesto compungido como un San Francisco de El Greco meditando con los brazos cruzados sobre el pecho: ¡Abrazos! ¡Montones de abrazos!
Y me dije que hay gente que no aprende ni aprenderá nunca. No sé si han oído hablar del timo del abrazo. Ese montaje en que se te acerca una muchacha rubicunda por la calle, y finge confundirte con otro. Y te da un abrazo inesperado con entusiasmo que te deja boquiabierto. Y mientras sales de la estupefacción te ha levantado la cartera. Porque a nuestro jerarca ya le ocurrió lo mismo con una velina de altos vuelos. Con la diferencia de que los abrazos no le costaron la cartera, sino 50 millones de euros, a decir de las grabaciones de un comisario corrupto que parece saber de lo que habla.
Particularmente, creo que hay cosas de las que uno debe huir de viejo: una, de hacer el ridículo y tratar de parecer un anciano venerable, cuando te has granjeado merecidamente la fama de 'bon vivant', poniéndote en evidencia a ti y a tu familia. La otra, pisotear y despreciar el trabajo de los hijos.
Todos los intentos del actual monarca por introducir criterios de transparencia en la gestión de la Casa Real, y de devolver la legitimidad a la institución, se van por el desagüe cuando aparece tu viejo con un avioncito que cuesta el porte 60.000 euros de vellón -Abu Dabi, Vigo, Madrid, ida y vuelta-. Y todo con la excusa peregrina de que echas de menos subirte a un velero de cuyo nombre no quiero acordarme, al que tienes que encaramarte poco menos que en volandas.
Decía un amigo mío, navarro, cejijunto y muy bruto, que en este país se ha fusilado poco y mal. Vaya por delante que no soy partidario de la pena capital. Pero en esta vida hay que ser coherente. Y si uno elige Abu Dabi como lugar de residencia, creo que has de acatar los preceptos legales que por aquellos andurriales se estilan, como el de cortar la mano de los cleptómanos o, cuando menos, propinarles unos vergazos como escarmiento en la plaza pública.
Regreso a donde comencé, al cardo que grita y la flor que calla de Lole y Manuel, para reivindicar valores como la sencillez frente a la ostentación, el silencio frente al ruido, el tesón frente al desistimiento. Y volviendo a mis clásicos, hoy tan necesarios, «desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una».
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