Permítanme que recuerde una anécdota que leí el otro día, por casualidad, mientras ojeaba perezoso el periódico en una playa de Menorca. La crónica revelaba el origen del gesto que hacemos tan a menudo con los dedos índice y corazón, extendidos en forma de V, y que utilizamos como señal de victoria, mientras mantenemos el dedo pulgar doblado sujetando el anular y el meñique. V de Victoria.
Al parecer, desvelaba el periodista, el origen del saludo en V tiene una retranca bien curiosa y la usaban los arqueros ingleses durante la Guerra de los Cien Años para regodearse de los franceses. Los arqueros del rey Enrique V resultaban letales para las tropas francesas por su pericia con el arco, y tras la descarga de sus flechas en el campo de batalla, causaban estragos terribles entre las filas enemigas.
Así que cuando los galos lograban echarles el guante, antes de soltarlos, cortaban a los prisioneros los dedos índice y corazón para que no pudieran volver a tensar la cuerda del arco nunca más y dejaran así de representar una amenaza para su integridad.
Por esta causa, cuando los arqueros salían victoriosos de alguna batalla con los diez dedos de sus manos intactos, se reían de los gabachos enseñándoles a distancia, a modo de provocación, sus dos dedos sanos y salvos en forma de V, retándoles a que vinieran a cortarlos si tenían arrestos suficientes para esquivar sus saetas.
Imaginé inmediatamente la cantidad de dedos amputados que había detrás de aquel gesto de victoria tan inocente y común en nuestros días. Y pensé que si los deportistas que lo utilizan en el podio cuando recogen sus galardones, o los políticos que lo usan tras el mitin en señal de triunfo, conocieran la historia serían mucho más comedidos y prudentes a la hora de levantar el brazo y utilizarlo. Y si a los que perdieran la carrera, el partido o las elecciones les cortaran dos de sus falanges tras la derrota, seguro que no habría tanto canal de deportes, ni tanta competición, ni tanto VAR, ni tanto mitin.
Si dejo escapar la imaginación y me pregunto qué harían allá por el siglo XV con los cientos de dedos cortados cada vez que los gabachos emboscaban a una columna de arqueros ingleses, haciéndolos prisioneros, me tiemblan las piernas. Quizá los usaran para dar sustancia a la sopa, o para hacer menudillos, que los franceses acreditan una merecida fama en el arte culinario y eran tiempos de hambrunas y de dietas escasas en proteínas. Y me surge la duda de si limpiarían las uñas antes o después de cortar el miembro.
Dejando de lado lo escatológico del asunto, la anécdota de la Guerra de los Cien Años y de los dedos en V ilustra perfectamente el hecho, cada día más común, de que desconocemos el origen de las cosas que usamos o que repetimos mecánicamente, sin preguntarnos por qué o cuál es su origen y procedencia. Y constato una vez más que vivimos en la más absoluta ignorancia, ajenos a quienes, antes que nosotros, vivieron y padecieron existencias completamente azarosas, sangrientas y desgarradoras, de guerra en guerra, con la vida en constante amenaza. Hoy, por contra, basta con que se nos rompa una uña o con que nos quedemos sin batería en el móvil para arruinarnos el día.
Pensamiento mágico
De tal suerte que hemos edificado nuestro presente con una indiferencia abrumadora sobre las osamentas de auténticos colosos, relegados al ostracismo del olvido sin ningún recato, sin vergüenza alguna y sin el mínimo respeto debido a su generosidad y entrega. El caso es que si tuviéramos un poquito de curiosidad para preguntarnos por las vidas de quienes nos precedieron, y de los avatares que hubieron de afrontar, mostraríamos más humildad a la hora de vivir y de valorar las cosas que nos rodean y que damos por preexistentes. «Si he visto un poco más lejos es porque me he elevado a hombros de gigantes», reconocía Newton con una frase que hoy enrojecería a cualquier profesional de la educación, empeñado en intentar sacar de la ignorancia a su leva de educandos.
Somos la civilización del «por supuesto», instalados como estamos en una cultura del pensamiento mágico en la que todo sucede como por ensalmo. Nuestros hijos piensan que los huevos se fabrican y que las lechugas nacen en bolsas. Y nuestros nietos acabarán por creer que Jesucristo convocaba a los apóstoles por el grupo de 'guasap'. «Mañana última cena. Yo llevo el pan y el vino. Judas no te escaquees que he visto el doble check».
Cuando damos al interruptor de la luz no dudamos ni por un segundo que la bombilla se encenderá e iluminará nuestra habitación, aunque despreciemos con ignorante soberbia que hace dos telediarios nuestros abuelos vivían y leían a la luz de las velas. Y cuando abrimos el grifo ni se nos ocurre la eventualidad de que no brote un chorro de agua a presión, cristalina, depurada y potabilizada, como si aquello formara parte del paisaje y nuestros ancestros no hubieran tirado de botijo y de manivela para sacar el agua de las entrañas de la tierra hasta bien entrado el siglo XX.
Creo que fue Luther King el que dijo que nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda. Si lo piensan bien, el problema no reside tanto en la ignorancia como en la indiferencia. Estamos enterrando la curiosidad, que ha sido el motor del avance de la humanidad, desde que aquel mono se irguiera sobre dos patas para observar por encima de la maleza. Y se empieza por desconocer el origen del signo de la V de Victoria, y se acaba por pensar que las vacunas son innecesarias, que la tierra es plana, que la homeopatía cura el cáncer o que los amores eternos duran una eternidad.