Las tribus del posapocalipsis
se non e vero... ·
Están los Pfizer, que se creen mejores; los HijosdelaModerna, pocos y evasivos; los SoloUnaJanssen y los AstraZenecos, que desprecian el peligroEl otro día mi sobrina Ainhoa me envió por 'guasap' un hilo de tuits hilarante. No dejaba de ser una chorrada, pero a mí me ... pareció que siempre hay un visionario que lo vio venir primero y del que luego nadie se acuerda; un francotirador que lo clavó antes de que cualquier reportero avispado escribiera el reportaje; o un cuentista que lo declamó antes incluso también de que esos historiadores que acaban inventándose historias, hartos de perseguir la verdad, lo intuyeran siquiera.
Alguien proponía en Twitter que cuando terminara la campaña de vacunación deberíamos agruparnos todos. No los parias de la tierra y esas mandangas, que eso ya está demodé; sino que nos juntaríamos por grupos según la vacuna que nos hubieran inoculado. Cada cual con su tribu. Y quedaríamos luego para pegarnos con el resto de clanes en una sociedad posapocalíptica formada por los Pfizer, los HijosdelaModerna, los SoloUnaJanssen y los AstraZenecos, como en 'El Señor de las moscas' de William Golding.
Los Pfizer agruparían a aquellos que se creen superiores al resto, a la aristocracia de más rancio abolengo y serían los más odiados por ello. Los HijosdelaModerna, pocos y evasivos, pasarían por ser los inesperados, los invisibles, siempre ubicados entre el mito y la realidad; aquellos a quien nadie conoce pero de los que todos han oído hablar en alguna ocasión.
Los SoloUnaJanssen sobrevivirían con lo justo y necesario, despegados de lo material y ajenos a trofeos y posesiones, como los okupas de la Avenida de Olárizu, que no los quieren ni los de Errekaleor porque no participan en terapias ni talleres de reeducación patriótica. Y, en cuarto lugar, los AstraZenecos, que asumieron el riesgo con coraje y ahora viven con ello despreciando el peligro, como si hubieran bajado hasta el Hades sin una moneda siquiera para el barquero e ignoraran el olor del miedo.
Si me estuviera dado determinar el campo de batalla en Vitoria entre las diferentes tribus 'vacunales', no imagino mejor lugar que en los aledaños del túnel ese de Armentia -la Ronda Sur la llamaban-, que muere interminado bajo una montaña, mientras aguarda en vano a que la maquinaria acabe el trabajo de perforación, para ver aparecer la luz más allá de la roca que cierra el paso tozuda.
Es este un túnel que más parece una suerte de premonición que el colector de tráfico hacia ninguna parte en que se ha convertido; como ese andén de estación de tren en el que Harry Potter coge el tren a Hogwarts, atravesando un muro de ladrillo. Esta inquietante boca no deja de ser una gigantesca metáfora de todos aquellos proyectos que nos nacieron muertos. Como si se tratara de la boca de un Gargantúa que devorara nuestro futuro, y en cuyo interior reposaran nuestros sueños, varados en la arena como aquella Estatua de la Libertad rota y semienterrada en la escena final de 'El planeta de los simios': allá la maqueta de un teatro, acullá una sala acústica, al fondo un soterramiento abandonado con los muros atestados de grafitis y de dibujos primitivos de elefantes lanudos y escenas de caza.
Tratando de huir de las batallas del presente, ciertas noches, cuando tengo un momento de lucidez, recuerdo que cuando críos quedábamos los niños de Ariznavarra y los de la calle Castilla e inmediaciones del cuartel de la Guardia Civil. Los unos contra los otros, nos liábamos a pedradas como si no hubiera un mañana en una campa enorme que había entre nuestro viejo barrio y el acuartelamiento. Sucedía siempre en verano y acudíamos en extraña hermandad una horda de niños convocados con una simple mirada cómplice de algún vecino. Sobraban las palabras.
Tras la batalla, volvíamos a casa cada cual por un camino de escoria que conocíamos por el Camino Negro; con cortes en piernas o brazos, unos, con brechas en la cabeza con la sangre seca, otros, silenciosos todos, como nos cuenta que volvían los soldados del frente Arturo Pérez Reverte en su última y fascinante novela sobre la Batalla del Ebro.
Desfilábamos exhaustos, como debieron hacerlo antes aquellas doce tribus de Israel que aprendimos de carrerilla, desde Rubén al pequeño Benjamín, pasando por Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón y José -representado por sus hijos Manasés y Efraín-. Cada uno de nosotros elegía su tribu sin saber muy bien por qué, más allá de las reminiscencias que los nombres desataban en la imaginación de aquellos párvulos hipnotizados en las clases de catequesis de don Benito.
Por más que le dábamos vueltas, no alcanzábamos a entender qué coño hacían todos aquellos pobres miembros del pueblo elegido, atravesando desiertos entre plagas y hambrunas, esclavizados por faraones o remando en galeras, condenados eternamente por sus muchos e indescriptibles pecados. Si aquel rosario de perdedores era el pueblo de Dios, nos decíamos en secreto, mejor cambiábamos de equipo y nos apuntábamos a la selección de Egipto, con sus odaliscas y sus Nefertitis siempre tan bellas y turgentes, fuera lo que fuese aquello de la turgencia.
Hoy, enterrado ya nuestro pasado a fuerza de rehabilitaciones y demoliciones, el cuartel de la Guardia Civil alberga a los voluntarios de la Cruz Roja, como si la historia hubiera querido proporcionarnos un bálsamo para sanar las heridas, cicatrices y demás estragos que las pedradas causaron entre aquella infantería de mocosos, con velones secos sobre el labio superior, uniformados con aquellos pantalones cortos remendados hasta la extinción y de tela abrillantada por el uso.
En aquellos años el mar era un destino inaprehensible desde Vitoria. Y o lo encontrabas dentro de un vaso de ginebra, como cantaba Sabina, o te lo topabas en Gamarra, donde las olas las ponía tu imaginación desbordante. Aquel parque aparecía como el primer destino vacacional de los vitorianos. Todos vacunados, pero contra la viruela y la polio. Que las vacunas no tenían marca como ahora, más allá de la que dejaban indeleble sobre la piel.
La guerra es la guerra
Para aquellas familias vitorianas que nos acercábamos a la ribera del Zadorra, el río era tan proceloso como el cauce del Congo en 'El corazón de las tinieblas'. Y por allí nos desperdigábamos en tropel en busca de aventuras y de historias con que ir tejiendo nuestro futuro imperfecto. Mientras nuestros padres tomaban posesión con sus pertenencias de las mesas de cemento que balizaban la ribera. Y como quien planta una bandera en la cumbre de un monte, llegaban más tarde las cestas atiborradas de fiambre, de fuentes interminables de ensaladilla y de tortillas de patatas, de filetes empanados y de pimientos verdes italianos.
Entonces tu tribu era tu familia, numerosa, por cierto. No se elegía, porque te nacían. Ahora en cambio la tribu te la adjudica Osakidetza, y punto. Soy de los AstraZenecos, lo quiera o no. Y no hay alternativa, ni opción alguna de elegir fe por la que pelear. Así que vamos organizando el cotarro de una vez que los Pfizer ya están negociando con los HijosdelaModerna y nos van a hacer una envolvente mientras aquí miramos al tendido. Nos toca pactar con los de SoloUnaJanssen. ¡La guerra es la guerra!
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