No sé si conocen el poema que da origen al famoso dilema del ciempiés. Cuentan que un ciempiés paseaba contento hasta que un sapo burlón ... le preguntó: -Cuéntame, ¿en qué orden mueves las patas? Le llenó de dudas hasta tal punto que el ciempiés cayó exhausto en el camino sin saber cómo correr ni en qué orden mover los pies.
En otra versión similar, quizás más pedestre, el síndrome del ciempiés -o ley de Humphrey, que fue quien lo teorizó- recoge la historia del ciempiés que descubrió que era incapaz de volver a andar desde el momento en que le preguntaron qué le ocurría a su trigésimo cuarto pie izquierdo.
Este psicólogo americano sostiene con razón que una vez que hemos automatizado el modo de hacer una tarea, pensar sobre ello mientras lo hacemos tiene un efecto negativo en el resultado. Ni se les ocurra pensar en cómo bajamos unas escaleras mientras lo estamos haciendo, porque se corre el riesgo de perder pie y caernos. Se trata de competencias inconscientes a las que mejor no prestar atención una vez automatizadas.
Parece sensato que nuestro inconsciente haga funcionar el cuerpo en piloto automático cuando hemos desarrollado ciertas destrezas como el conducir, el caminar o el bajar escaleras, por ejemplo. La cuestión estriba en que las nuevas tecnologías, la dependencia digital y los derroteros por los que discurre nuestra civilización -nunca hemos avanzado tan rápido hacia ninguna parte- están diseñados para automatizar nuestras conductas. Asistimos a la era Paulov 3.0 si lo prefieren.
Tal parece que la industria universal trabajara por convertirnos en ciempiés que puedan vivir replicando inercias adquiridas de modo inconsciente. Todo parece empujarnos a pensar que es mejor dejarse llevar, como en la pista de baile cuando uno se trastabilla, perdido y torpe. Y aunque siempre se nos ha socializado para pasar desapercibidos, ahora los instrumentos de formación del espíritu del ciempiés se muestran infinitamente más sutiles y eficaces.
Hemos pasado de masticar la información a tragarla directamente, de paladear a deglutir, como si nuestras encías se hubieran despoblado de dientes con que facilitar la digestión. Y del afán por el liderazgo hemos pasado a ser espíritus gregarios. Pero, contrariamente a lo que imaginaron Huxley y compañía, no hizo falta siquiera una policía del pensamiento para sojuzgar al gran público, porque la rendición ha sido unilateral. Se van arriando las banderas de la libertad del pensamiento sin apenas presentar batalla.
Nuestro destino no es ser parte del rebaño, ser pastoreados, sino iluminar nuestro entorno con luz propia y no la del móvil
No sé si les llegó al guasap la historia del inminente apagón que se cernía sobre Europa y particularmente sobre España. Contaban los mensajes apocalípticos que Austria, a la vanguardia de la civilización, alertaba a sus nacionales para pertrecharse contra un apagón inevitable. Y conminaba a la ciudadanía a seguir a pies juntillas una guía para comprar radios de pilas, velas, y todo tipo de pertrechos de ferretería genuinamente vintage.
Pues bien, una vez hecho el agosto por los almacenes de cachivaches, nos enteramos de que en Austria no se ha vacunado ni el tato, hasta el punto de que han decretado el confinamiento de los no vacunados, para escarmiento de negacionistas y milenaristas de chichinabo.
Contradicciones
Y yo me pregunto cómo es posible que un país al que no hace caso ni la mitad de su población en asuntos de la mayor importancia como es el de la salud pública, puede acabar convenciendo a millones de incautos del resto del mundo con cuestiones tan esotéricas como el apagón que nunca ocurrió.
A decir de las encuestas de noticias más leídas y de las estadísticas de ventas minoristas, la gente se ha afanado en la tarea de llenar sus desvanes de botellas de butano y de catalíticas, de velones y cirios pascuales, y de comida enlatada, tras leer la noticia de que el gobierno austriaco había editado una guía de supervivencia a oscuras. Estas anécdotas no dejan de ser un síntoma de cómo los anestésicos operan sobre la voluntad de las gentes y propician su alienación.
Para llegar hasta aquí ha resultado fundamental la reducción del lenguaje hasta la más absoluta depauperación. No se han sofisticado los sistemas sino que se ha trivializado la calidad de la expresión hasta reducirla al absurdo. Aprendimos cuando niños que la lectura ampliaba nuestros horizontes, que el dominio del lenguaje multiplicaba hasta el infinito la riqueza de las combinaciones para poder expresar sentimientos y compartir así sensaciones íntimas y personales con nuestros próximos. En cambio hoy retrocedemos al emoticono, al bisonte pintado en la pared de la cueva, al signo básico, al trazo del lenguaje infantil o al idioma sincopado de un tuit.
Con el lenguaje nos ocurre como con las franquicias. Así, cuando viajamos por las capitales del mundo, sean estas pequeñas, medianas o grandes urbes, nos acaban pareciendo que todas son la misma: Zara, McDonald's, Starbucks, junto a una sucesión de déjà vu, que ya no son siquiera causa de exasperación, sino que se han ido convertido en nuestro antipaisaje vital.
No podemos dejar de lado el hecho de que el cinismo, el nihilismo, el relativismo, la amoralidad, el descreimiento, el aburrimiento, todas ellas son y siempre lo han sido, razones para la inacción y el desistimiento. Por eso hay que huir de desfiles y, en todo caso, procesionar con nuestras cuitas lejos de ese universo digital que ya han bautizado como el Metaverso.
Mi cuñada Alicia me regaló un libro formidable que ilustra bien a las claras lo que es forjarse una vida en dirección prohibida, a contrapelo de la historia, saberse un resistente, convertirse en oveja negra, reivindicarte como un ser único e irrepetible forjado de polvo de estrellas y hecho para brillar. La novela lleva por título 'Un caballero en Moscú' y me proporcionó momentos excelsos durante las horas que invertí en su lectura.
Finaliza la obra con la declamación por parte del protagonista de un poema de Maiakovski que sintetiza la antítesis de la metástasis cultural contemporánea, la vindicación de que nuestro destino no es el de lograr ser parte del rebaño, el de ser pastoreados, sino el de aspirar a iluminar nuestro entorno con luz propia, y no con la luz de la pantalla de un móvil. Me pareció una impresionante declaración de intenciones que les recomiendo encarecidamente. Y dice así:
'De pronto
yo brillaba intensamente
y la mañana también.
Brillar siempre,
brillar en todas partes,
hasta el mismo final de mis días,
brillar,
¡y al diablo con todo lo demás!
¡Ése es mi lema,
y el del sol!'
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