Una cuarta parte de los españoles confiesa haber llorado viendo las imágenes de la guerra de Ucrania a través de la pantalla del televisor, yo ... entre ellos. Y me digo que hay un momento para la rabia y la indignación, pero que no podemos sestear en la tristeza, a riesgo de que nuestra desesperación se pierda en el tiempo como las lágrimas en la lluvia del replicante Roy Batty. A menudo, los lloros por causa del dolor ajeno mueren entre los golpes de pecho y los pliegues de un pañuelo si no van acompañados de compromiso y militancia cívica.
Cada día, sentado frente a la pantalla observo esas imágenes de los destrozos de la guerra, los escenarios infernales salpicados de cadáveres, viejos errantes que se mueven como fantasmas entre la chatarra bélica huroneando en busca de comida. Y en cada ocasión recuerdo a mi abuelo y su gesto contrariado, mirándonos con severidad cuando niños, en torno a la mesa de la cocina.
En cada ocasión en que nos negábamos a comer garbanzos, alubias o berza cerrando la boca a cal y canto con la tozudez que sólo un niño es capaz de acreditar, he recordado aquella frase con la que mi abuelo nos martilleaba incansable: «Una guerra tenías que pasar, para que aprendáis a valorar lo que con tanta ligereza hoy despreciáis».
Nosotros nos reíamos pensando en aquellas batallitas del abuelo, imaginándolo con un fusil en vez de la cachaba de fresno. Y no nos cuadraba para nada en el papel de guerrero porque las únicas guerras que habíamos visto hasta entonces habían sido las de hazañas bélicas que nos ponían en el cine de barrio donde siempre ganaban los buenos.
Años más tarde, los muertos siguieron pillándonos muy lejos, en Vietnam, Corea o en cualquier selva del mundo; o en el siglo pasado en todo caso. Y las historias nos parecían simples guiones cinematográficos, lejos de la casquería que tiñe con la crudeza de la autenticidad los escenarios bélicos reales.
Para nuestros hijos y nietos la guerra es hoy un asunto del pleistoceno. Han saltado del Parque Jurásico a la guerra de Ucrania sin solución de continuidad, y se han despertado en Bucha viendo vídeos estremecedores en TikTok sin entender si esta realidad encierra una lógica que ellos puedan aprehender.
Europa, tras la Segunda Guerra Mundial, había dejado al fin de ser el continente que ponía los muertos en las contiendas mundiales. Y nos las prometíamos felices y a salvo de los malos durmiendo plácidamente lejos del ruido y de los desfiles mortuorios que se orquestan en los conflictos bélicos.
Y ha tenido que venir Zelenski a sacudirnos de la pechera de la americana para recordarnos que lo que hace 85 años fue Gernika arrasada por la aviación nazi, hoy es Mariupol, Kiev o Jarkov y los misiles y bombas rusos. Y me pregunto cómo hemos habitado en la placidez de la ignorancia, viviendo en la inopia, mientras Sauron crecía en Mordor alimentándose con nuestras divisas por vía parenteral.
La guerra llama a las puertas de Europa con idéntica terquedad cada mañana. Y se me pone la carne de gallina trasponiendo mentalmente, sin yo quererlo, las imágenes de los andenes de las estaciones de Ucrania a mi ciudad. La sola idea de imaginar a mi familia abandonando la casa para subirse a un tren en la estación de Dato, huyendo de las bombas, hace que me quiera morir para no verlo.
Mis pesadillas fantasean con una Plaza de la Estación atestada de gentes ateridas de frío, que arrastran maletas con una mano mientras sujetan con firmeza a los niños con la otra. Y aprieto los dientes tratando de borrar la imagen de mis nietas subiendo a un destartalado expreso de Renfe con su madre, juntando sus manos con las mías a través del cristal de la ventanilla y dibujando un corazón sobre el vaho adherido al vidrio.
Hoy entiendo mejor la lección de mi abuelo viendo la destrucción en Ucrania. Y me pregunto si no será demasiado tarde ya cuando acabemos por enterarnos de que la libertad, la paz y la democracia no crecen como por ensalmo, como las plantas que el ayuntamiento reparte por nuestras plazas y jardines. Y que tenemos que dar la batalla en su defensa, cada día, porque basta un desliz para perderlas.
Me llevan los demonios escuchando a quienes, desde una estética torpemente pacifista y progre, predican la conveniencia de enviar flores a Ucrania en vez de lanzacohetes con que defenderse de los tanques invasores; a aquellos que creen que detendrán la carnicería tan sólo con poner claveles en las bocas del cañón de los fusiles de asalto rusos. Parecen ignorar que no serán claveles sino crisantemos las flores necesarias para alfombrar las fosas comunes que minan por doquier aquella tierra.
En estos días he aprendido que este padecimiento que veo en cada rostro y que se mete en el salón de mi casa a través de la pantalla del televisor no me es en absoluto ajeno pese a la lejanía. Es intrínsecamente mío. Golpea furioso mi interior y bate mis tripas con una intensidad descomunal porque es un dolor propio, íntimo y dramáticamente personal.
Recuerdo a mi amigo Alfredo cuando en una ocasión me habló sobre aquella obra maestra que es la novela 'Vida y destino', de Vasili Grossman. Yo había comenzado a leerla y él me advirtió mirándome fijamente: - Mira, Juan Carlos, yo no encontré la fuerza necesaria para continuar la lectura de aquellas páginas. Sólo pensando en el sufrimiento tan atroz y en la intensidad del dolor que se veían obligados a soportar los personajes de la novela, me aseguró, fui incapaz de leerla hasta el final.
Rehuyendo el consejo, acabé la novela espoleado por sus palabras creyéndome a salvo de las advertencias. Pobre imbécil, me dije, cuando acabé el libro. Lo cerré con desasosiego y sentí que el dolor fluía por entre las tapas del volumen, derramándose sobre mi regazo. Entendí tarde las palabras de Alfredo y me sentí completamente arrasado por aquella historia de guerra, muerte y desolación que siguió afectándome durante un largo periodo de tiempo.
Veo los telediarios y este dolor que antes era tan ajeno, foráneo y tan distante, ya no lo es tanto
Hoy siento idéntica sensación a la de aquellos días, leyendo a Vasili Grosman, mientras veo los telediarios. Y como entonces, este dolor que antes resultaba ajeno, foráneo y tan distante, ya no lo es tanto. Ha acabado soldándose al forro del alma como un chicle. Y como una gangrena invisible se extiende por tu interior y te roe y te golpea diciéndote que, de nuevo, sangras, luchas y pervives… para la libertad.
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