Un portazo sin resonancia

La puesta en escena subraya la vigencia de temas como la igualdad, la libertad y la identidad, pero lo hace de manera demasiado explícita. Desde el inicio, con referencias a redes sociales, enfatiza cuestiones que Ibsen abordaba con mayor sutileza. En su intento por hacer más accesibles los personajes termina despojándolos de su complejidad, debilitando la carga emocional del texto y el conflicto interno de la protagonista, especialmente en su momento crucial de dejar todo atrás.

La producción acierta con una escenografía flexible de tres módulos con ruedas, pero desaprovecha sus posibilidades espaciales. Toda la acción se concentra en el módulo central, dejando los laterales del escenario vacíos y generando una sensación de estatismo que refuerza la falta de dinamismo general en la dirección. Las conversaciones transcurren en un mismo plano, con decisiones que afectan la conexión con el público, como mantener a Cristina Linde en un perfil fijo o hacer que Nora pase una escena entera de espaldas.

La falta de meticulosidad hace que el autodescubrimiento de la protagonista quede deslavazado mientras que la escasa proyección vocal de María León y Santi Marín lleva a que el clímax se diluya al no entenderse las palabras finales. Además, el uso del humor visual, como el juego con un dinosaurio de peluche, en medio de una conversación tensa, desvirtúa el tono.

El resultado es una producción que reduce la asfixia emocional del original. Con ello el sacrificio de Nora pierde peso, convirtiendo la historia en una función amena sin especial trascendencia.