En el puente ondea la bandera blanca
Se non e vero... ·
Cuando alguien clava el asta de una bandera en el suelo, básicamente está reivindicando que el solar donde entierra el palo y sobre el que ... ondea el trapo al viento, además de todo el terreno circundante, es pretendidamente suyo. De ahí el mohín que suele acompañar la hincadura con el fruncimiento del labio superior y que dibuja en el rostro un gesto de satisfacción, que emula una suerte de penetración de la madre tierra con tintes singularmente masculinos.
Así ha sido y así será por los siglos de los siglos. Que habiendo conquistadores, siempre habrá una parcela de la que apropiarse. Cuando Cristóbal Colón echa pie a tierra e hinca el pendón en la playa de la costa norte dominicana no hace otra cosa que tomar posesión en nombre de la Corona de aquellos territorios de ultramar, como si el pobre solar urbanizable hubiera estado allí hasta entonces esperando a ser horadado por el mástil del gallardete real.
Como todos los protocolos de los actos que denotan poder, éste de erigir mástiles ha ido evolucionando con los tiempos. Así, el procedimiento ha venido cobrando finura hasta límites insospechados. Los astronautas del Apolo 11, Neil Armstrong y Buzz Aldrin por ejemplo, se vieron obligados a tirar de ingenio para pinchar la superficie de la luna con la bandera de los Estados Unidos, reclamando el satélite para el imperio norteamericano.
Piensen que sin atmósfera en la Luna la bandera hubiera colgado como un trapo, sin gracia alguna para la iconografía del momento. Pero estos americanos, como decía mi padre, son la madre que los parió. Y lo llevaban todo pensado. Así que el mástil iba provisto de una barra superior, a modo de tendedero pero sin pinzas, para mantener la enseña desplegada y bien visible y poder alardear de la 'Old glory', que así bautizaron a la bandera lunar de las barras y estrellas, in saecula saeculorum.
En Vitoria-Gasteiz, con el tiempo, le hemos ido cogiendo gusto a esto de trepanar el terruño y enarbolar banderas perennes aquí y acullá -no íbamos a ser menos que la NASA-. De tal suerte que se ha iniciado una nueva de serie de HBO que podríamos denominar 'Juego de banderas' y que amenaza con superar las inagotables temporadas de Juego de Tronos.
En la precuela, y en un afán por mostrar quién la tenía más grande -todo muy masculino, ciertamente- pusieron en la plaza de Colón de Madrid una bandera de dimensiones colosales. La madre de todas las banderas, en versión de Sadam, asida a un cojopendón de más de trescientos palmos de altura que precisa de rachas atemporaladas para lucir en toda su extensión y poder alumbrar con sus colores el destino sacrosanto de la patria.
Entramos en el terreno de lo desconocido si tratamos de entender las razones que animaron más tarde al exalcalde Maroto Lannister a ubicar un Gigapendón con la bandera de Vitoria frente a la Catedral Nueva de Vitoria. Cuentan las malas lenguas que su profesión de amor por Vitoria -muero porque no muero, como santa Teresa- le condujo a realizar su instalación banderil frente a la retaguardia del Parlamento Vasco a modo de exorcismo político.
En este caso no trataba el alcalde de reivindicar la propiedad del templo eclesial frente a cuya puerta se clavó la enseña, ni de desatar un conflicto con el obispo, sino que se proclamaba la fe inquebrantable del primer edil en su Vitoria del alma -Segovia dios mediante-. Líbrese el Acueducto de amores tan deletéreos, que cariños tan frágiles no conducen a la fidelidad.
Ahora, el alcalde Urtaran Stark, torpe émulo de anteriores zahoríes, en su deseo de transmitir a la ciudadanía su fervor patriótico amén de su cariño diferencial, ha incrustado su propio mástil en el Paseo de Foronda. - ¡A ver quién la tiene más grande!, se leía en el amago de sonrisa que asomaba por entre la comisura de sus labios durante el acto oficial-. Del asta pende una megaikurriña que anuncia a bombo y tamboril, y a los cuatro vientos, su querencia no sólo hacia Vitoria, qué menudencia, sino hacia la totalidad de los municipios que integran el País Vasco y a los que se honra en representar como alcalde de una capital que cobra a tocateja por el hecho de serlo.
Me han de reconocer que clavar una bandera en la luna tenía sus riesgos. Y ser el primero en hacerlo tenía su morbo y requería de agallas. Imaginen que el satélite fuera hinchable, y al clavarle el asta se hubiera pinchado como un globo. Del mismo modo, imaginen que en Lakua, al perforar el suelo con el mástil de Urtaran, hubieran pinchado la bolsa de gas subterránea que anida en Subijana y que hubiera comenzado a manar gas por el orificio. Y ya que estamos, aprovechamos y lo vamos almacenando, que ha sido sin querer queriendo. Y por fin le damos salida al famoso gas kilómetro cero, 'label kalitatea', y conseguimos la autosuficiencia energética tan ansiada por la casa Stark.
Además de bandera tendríamos un pebetero como el de los Juegos Olímpicos de Barcelona, con una llama perenne que iluminase la megaikurriña por la noche, desbancando a la villa riojana del dicho popular -ya estamos en Haro, que se ven las luces- y ocupando su lugar en el mundo con el nuevo eje de Vitoria, París y Londres. Que eso sí que es hacer patria. Y para el acto encender la antorcha hablamos con Iñaki Cerrajería -arquero a la par que artista- para que dispare la flecha del encendido como en Barcelona92.
No es por meterme en política, pero las banderas, pendones, enseñas siempre me han causado inquietud. No sé si el hecho de que vayan anilladas a un palo, con el que habitualmente se zanjan los debates banderizos en las costillas del adversario, es el factor que ha contribuido a mis recelos.
Sin ir más lejos, en el País Vasco siempre hemos tenido una relación banderiza con las banderas, valga la 'rebuznancia'. Pese a todo, encontramos consuelo en el hecho de que con el tiempo hemos transitado de la guerra de banderas de antaño al campeonato de tamaños banderiles de hogaño. En este asunto, como en tantos otros órdenes de la vida, siempre alardea de dimensiones quien mayores carencias presenta.
Quizás este afán de banderillear el terruño gasteiztarra no sea sino un tic atávico torero, como el de poner chinchetas en el mapamundi cuando viajamos. Yo, en el afán de terciar en esta carrera desaforada de banderas XXL, propondría la instalación de una gran bandera blanca en el puente azul del ferrocarril, al viento, como la que pregonaba el difunto Franco-Battiato, no confundir con el patascortas y sus 'banderas al viento'-. De momento dejamos la enseña blanca con carácter provisional en tanto llega el soterramiento. Que ya saben que en Vitoria las provisionalidades acreditan una larga esperanza de vida. Y no iba a ser ésta la última ocasión de evidenciarlo.
Cantemos juntos: 'Sul ponte sventola bandiera bianca'.
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