Los misiles han destruido el orgullo de Sergei
Fue un niño de Chernóbil y lleva 17 años trabajando aquí para dar a su familia un hogar del que ya solo quedan cascotes. Ahora lucha por traer a su madre de Ucrania
Se nota que hace días que Sergei no pega ojo. Esas mismas ojeras marcadas, ese gesto perenne de preocupación se ha convertido en un rasgo ... común, distintivo, que comparten todos los que pertenecen a la comunidad ucraniana. Como él, todos siguen acudiendo puntuales al trabajo, siguen haciendo frente a todos esos pequeños problemas diarios, a todas esas calamidades domésticas de bajos vuelos. Ayudan a los críos con los dichosos deberes, llevan el coche al taller, pagan las facturas... Siguen, en fin, cumpliendo con su día a día. Aunque, en realidad, llevan días viviendo en piloto automático. Están aquí, pero su cabeza está allá, lejos, a dos mil y pico kilómetros.
«Es muy, muy difícil seguir viviendo como si nada sabiendo lo que los tuyos están pasando en la guerra. Yo todavía no me creo lo que está pasando», cuenta Sergei Yavorskyy, ucraniano de Gostómel en la partida de nacimiento pero al mismo tiempo alavés, muy alavés. Él fue uno de esos chavales que, cada año, por verano y también por Navidad, llegaban -ojalá que puedan regresar pronto- para pasar unos días de asueto. A los 17, su familia de acogida, de Legutio, le propuso quedarse aquí para siempre. «Arreglaron los papeles y me vine con ellos, nunca les estaré lo suficientemente agradecido porque me dieron una nueva vida, un futuro de verdad. Para mí, ellos también son mis padres, aunque mi familia esté en Ucrania», cuenta emocionado, pero, al mismo tiempo, sin permitirse ni una lágrima, ni el más levísimo gesto de debilidad. La huella, el indómito carácter eslavo, no se borra así como así.
Ha pasado ya casi tanto tiempo de su vida aquí como allí. Hoy tiene 34 años y en este tiempo, Sergei se ha esforzado, se ha esmerado en demostrar que es un tipo currela. Todos los meses reservaba parte de la nómina para enviarla a su familia y con eso, poquito a poquito, allí, en Gostómel, su pudieron cumplir un viejo anhelo. «Siempre habían vivido en una casa muy humilde, casi una chabola y por fin, hace cinco años pudieron comprar el piso». Y él lo dice así, el piso, porque no era uno cualquiera. Era el que simbolizaba la prosperidad de su nueva vida, su éxito, su orgullo familiar. Todo eso ha volado por los aires. De todo eso ya no queda nada. Solo escombros, cascotes y mucho dolor.
«Violan a las mujeres»
«Hace unos días un misil estalló en mi casa. Ahora hablar de un piso, con todo lo que está pasando puede resultar raro, pero no es por lo material, es por todo lo que significaba esa casa para mí y para mi familia», cuenta Sergei mientras enseña un vídeo en su móvil en el que, efectivamente, se aprecia cómo un misil estalla en la fachada de un bloque de viviendas. Por fortuna, hacía varios días que su familia ya no estaba allí. «Escaparon justo antes de los bombardeos, se fueron al oeste», comenta.
«De mi pueblo ya no queda nada, es terrible lo que están haciendo allí, me cuentan que los soldados rusos están violando a mujeres, que hay muchísima gente desaparecida», detalla mientras enseña otro vídeo, uno que pone los pelos de punta, en el que se ven cuerpos quemados, que se ven cadáveres en plena calle.
Ahora, todos sus esfuerzos pasan por tratar de convencer a su madre para que salga del país cuanto antes. «Mi plan es traérmelos aquí conmigo, tengo una abuela mayor y quiero que estén seguras, pero ellas no quieren, no quieren de ninguna forma dejar a mi hermano solo. Él tiene miedo de que le llamen a luchar, el Gobierno no debería obligar a la gente a tomar las armas», critica Sergei, que se ha llegado a plantear ir a buscarlas. «Pero si lo hago, igual no me dejan salir, igual me impiden volver». Esta maldita guerra, con sus misiles y sus bombas, ya le ha destruido a Sergei el pasado. No puede arriesgarse a que le arrebate también el futuro.
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