Un alavés en el campo de concentración de Miranda
El duro testimonio del gudari José María Horcajada habla de las penosas condiciones de los prisioneros en estos centros de cautiverios
José María Horcajada nació en Huelves (Cuenca) en 1920 y con 4 años su familia se asienta en Aretxabaleta (Gipuzkoa). Cuando las tropas franquistas entran en su pueblo en septiembre de 1936 huye a Durango y se alista voluntario en una compañía de Zapadores perteneciente al Regimiento de Ingenieros 4 de Loyola. Tenía 16 años. Con la derrota republicana inició un periplo en las cárceles de Zarraoa (Aretxabaleta) Zapatari (Añorga) y los campos de concentración de Miranda de Ebro, Miguel de Unamuno (Madrid) y Reus (Tarragona). Redimió condenas en el Batallón de Trabajadores de Jubera (Soria); y el Batallón Disciplinario de Garrapinillos (Zaragoza). Obligado a cumplir con el Servicio Militar estuvo en Estella, Lesaca y Mahón en batallones de zapadores.
En 1945 toda su familia vive en Vitoria y al reintegrarse a la vida civil tiene la suerte de encontrarse con Juan Arregui, de Aretxabaleta también, que le da trabajo. Hombre inquieto y de una memoria prodigiosa, llegó a ser alcalde de Iruña de Oca y vivió muchos años en Trespuentes. En 2008, publica un libro de memorias. 'La Mancha nos dio un gudari', en el que cuenta sus vicisitudes y calamidades.
La ausencia de testimonios de alaveses a su paso por Miranda de Ebro nos ha animado a relatar los sufrimientos de Horcajada, también conocido con el apodo de Josetxiki, en este campo de concentración tan cercano a Vitoria y tan desconocido a pesar de ser el último en cerrarse en enero de 1947. Muchos de sus internos fueron a parar a la nueva cárcel de Nanclares de la Oca, que también fue un centro de cautiverio.
Así lo cuenta Horcajada en sus memorias:
El 14 de enero de 1941 me situé frente al Campo de Concentración de Miranda de Ebro, conducido por la Guardia Civil, con un tiempo de perros, en compañía de otros desgraciados como yo. Fuimos presentados mojados y ateridos de frío, siendo conducidos a la improvisada oficina de control, donde se nos sometió al interrogatorio 'normal' sobre la procedencia, permanencia en zona republicaba, frentes de batalla, todas y cada una de nuestras actuaciones y parajes donde fuimos dejando nuestra juventud.
Así el interrogatorio se hacía eterno, pues la mayor parte de los componentes de aquella expedición carecíamos de ropa de abrigo para protegernos de aquellas bajísimas temperaturas y de la pertinaz lluvia.
Al ir pasando por la oficina de recepción, se nos daba ocasión de templar algo nuestros yertos cuerpos, que no solamente se resentían del frío sino también del hambre que estábamos aguantando.
Por fin se dio por terminada la recepción de los nuevos inquilinos del campo, previo reparto de una manta de poco pelo, un plato, cuchara y un vaso de aluminio. La suerte estuvo de parte de quienes recibieron este menaje sin estrenar, pues la mayoría daba muestras de haber sido utilizado, ¡vete a saber por quién!
Por supuesto, de algunos compañeros que ya no lo necesitaban. El aluminio estaba abollado y renegrido por el uso mal lavado que se le había dado. Daba 'grima' el recibirlos, pensando en anterior utilización, pero no había más remedio que aceptarlos. Lo mismo ocurría con el estado de las mantas, casi todas sucias y raídas, ninguna nueva.
A estas cosas, de verdad, no se le podía sacar punta, porque el destino que arrastrábamos no nos permitía más que chocar con la adversidad, producida por nuestra comprometida situación.
Respecto al uso de las mantas, ya sabíamos por experiencia la forma de utilizarlas, una para abajo, sobre tierra o madera y la otra para abrigar por encima. Previamente, dos personas se tenían que poner de acuerdo para el uso por parejas.
Así, se nos repartió por los barracones que anteriormente se daban por repletos de prisioneros. Aunque cada uno, teóricamente, teníamos el derecho de disfrutar de medio metro de suelo para tumbarnos, a veces no encontrabas tal hueco, pero teniendo en cuenta que todos éramos vivientes provisionales, no faltaba entendimiento y sacrificio para hacer llevadera tal situación. Todo a base de espontaneidad y hermandad que se daban en tan precarias situaciones. La tolerancia entre los prisioneros ayudaba a sobrevivir. De no haber sido así, nos hubiéramos eliminado unos a otros. Siempre en casos semejantes, para la supervivencia, se anteponía la solidaridad, la educación y la transigencia, dándonos cuenta que estas cualidades las necesitábamos para soportar todas las desgracias que nos acosaban por todas las partes.
Nuestra llegada, que fue por la tarde al anochecer y las gestiones habituales, además que el día era corto, nos quedamos sin la formación para cantar el Cara al Sol. Tuvimos la suerte de no llegar a este acto, como tampoco llegamos al de la cena. Aquella noche después del trajín llegó a ser triste y fría.
Antes, se nos condujo por nuestros propios compañeros ya veteranos, a los sitios donde debíamos hacer uso: las letrinas para hacer aguas menores, la fuente o pilón de agua para fregar los platos y lavar la ropa. Estos servicios se encontraban en el centro del campo. Si acudías por la noche, lo tenías que justificar ante los soldados, por estar prohibido deambular por la madrugada.
Un retrete sobre el Bayas
Al día siguiente pude localizar donde se encontraba el famoso 'ciscar', aquel retrete aéreo sobre el río Bayas, donde debíamos descargar nuestras heces o excrementos.
Era un tinglado de madera suspendido sobre el río Bayas, compuesto de unos tablones lo suficientemente largos para que quedaran colgados sobre el río, teniendo acoplada una especie de barandilla para poder sujetarse al usar aquel artilugio, que a tantos prisioneros sirvió de circunstancia para primeramente caer al río y que a continuación te podía acarrear la muerte, dado que la vigilancia, podía disparar sobre el pobre prisionero sin responsabilidad alguna si el vigilante consideraba una evasión, lo que solamente consistió en una desgraciada pérdida de equilibrio.
Cierto es que en el transcurso de la existencia del campo fueron corrientes este tipo accidentes sin que se pusiera remedio alguno. Muchos miles de prisioneros en Miranda, conocieron y pudieron dar cuenta de la instalación del famoso 'ciscar'. Punto muy conocido y comentado.
Lo cierto es que era una especie de garlito que también indujo a más de un prisionero a tratar de evadirse del campo. Hubo personal que lo consiguió. Siendo mayor el número que cayó bajo las balas de los soldados vigilantes.
Los accidentes en el 'ciscar' eran previsibles. Estaba situado en un lugar comprometido a orillas del río Bayas. El susodicho tinglado permanecía constantemente húmedo, muy resbaladizo y peligroso por las causas que podemos suponer; por ejemplo, las constantes diarreas que padecía el personal. Aquí se podía aplicar el adagio: «En casa del jabonero el que no resbala patina». Más de un compañero por lo explicado, daría con su cuerpo en el río.
Golpes con la hebilla del cinturón
La vida en el campo se hacía insoportable. Tanto de día como de noche no cesaban los recuentos. Los escoltas entraban a saco en busca de los evadidos o por personal que reclamaban con urgencia, por lo que nos hacían formar en los estrechos pasillos de los barracones. Muchas veces, los recuentos los hacían con cinto en mano, esgrimiendo la hebilla de chapa de latón del correaje. Eran muy temidas por el daño que causaban. Las bravuconadas de los escoltas y muchas formas de actuar insultando no se parecían en nada al rezo del rosario.
Los habitáculos eran barracones levantados con ladrillos, con poco más de veinte metros de largo, por cuatro de ancho y cinco de alto; que propiciaban el aprovechamiento de dos plantas con un estrecho pasillo central La capacidad de cada barracón sería para unos ciento cincuenta prisioneros. La planta baja se asentaba a escasa altura del suelo y sobre esta planta se situaba la segunda. El piso de ambas era de tablas de desperdicio de obras. Existían barracones de ña misma estructura donde los troncos de árboles eran el material sobresaliente.
En el tiempo que permanecí en el campo de Miranda, los barracones estaban exentos de puertas. Los estrechos pasillo debían permanecer libres para facilitar la circulación de los escoltas para los recuentos. Por eso sobrarían las puertas y la falta de ellas daban lugar a la existencia continua de corrientes de aire, que en invierno resultaba como dormir a la intemperie.
La estancia era de sufrimiento constante. La totalidad de los prisioneros llegaron a padecer más pronto o más tarde enfermedades que en situaciones normales serían tratados en hospitales pero en las condiciones del campo podían en caso de tener fiebre quedarse en el barracón en espera de que algún sanitario les visitara cada dos o tres días. Finalmente eran los propios compañeros los que atendían al enfermo.
Yo mismo enfermé, estando varias semanas sin salir del barracón, por una fiebre que me consumía. Fueron grandes los esfuerzos y peticiones de mis compañeros que lograron llamar la atención de los sanitarios que viendo mi estado me ingresaron en lo que se llamaba enfermería, un antiguo local industrial.
Me pronosticaron un grave padecimiento por el que todo mi cuerpo se cubrió de una costra supurante que al ser levantada manaba materia purulenta. Quiso Dios que por fin llegara la hora de desprenderme de tal porquería, cortada la infección, según recuerdo con inyecciones «estafilocócicas». Esta definición nunca se me olvidará. De ello, me quedaron cicatrices que tardaron mucho tiempo en desaparecer.
La vuelta al barracón trajo las formaciones y los recuentos sin fin. Continuaban los correazos y empujones para formar al personal.
Era terriblemente desagradable en invierno. Te sacaban fuera, te formaban y procedían al recuento que mientras no se aclaraba no se daba por finalizado. Podían durar hasta hora y media, lo mismo si llovía o fuera de noche o de día y según te pillaran, con o sin ropa. Ateridos de frío era lo seguro.
Cuando yo llegué a Miranda el campo se regía con cierta normalidad. Quiero decir que no llegué a trabajar muy duro, pues todos los peores trabajos los realizaban los pelotones de castigo, bajo la vigilancia de los 'cabos de varas' (prisioneros que ejercían de vigilantes). Esas labores consistían en mantener todo el campo con limpieza de las calles, acequias y todo lo que supusiera dar la sensación de bienestar. Para mí el peor trabajo era el dedicado a hacer guardia permanentemente a la bandera nacional, hiciera frío o calor, y a relevo por las noches y por el día. Muchos caían desmayados y conducidos a los barracones en grave situación.
La gente en general se dedicaba a su limpieza personal, lavado de ropa y extinción de parásitos. La limpieza de los barracones era muy exigente.
Teníamos parte del día para circular por las calles del campo si es que no llovía. O dentro de los barracones para charlar mientras que caprichosamente no llamaran a una nueva formación.
Evasión y muerte
Entre los que intentaban la evasión del campo destacaban los extranjeros, gente valerosa que no se subyugaba a ninguna clase de dictadura, prefiriendo exponer sus vidas a servir de carnaza al sistema franquista.
Todos conocíamos las intentonas de evasión, que eran confirmadas por las descargas de ametralladoras o fusiles. La forma de escapar, bien era la de sumergirse en el río o atravesando las alambradas circundantes, en algún descuido de la vigilancia. Jamás pasó por mi imaginación el huir del campo ya que siempre tendría las de perder. Más bien confié en mi salud y juventud para poder sobrevivir a todas las calamidades que soportábamos.
Muchos de los recluidos deambulaban sin rumbo fijo y, casi diría, sin saber lo que hacían, pareciendo fantasmas vivientes. Ni tan siquiera notaban cuando eran azotados por los soldados o los 'cabos de varas' cuando trataban de meterlos en los barracones. No es que se resistieran y desobedecieran las órdenes, es que habían llegado a una crisis física corporal de tal índole que sin darse cuenta ni desearlo no eran capaces de eludir los malos tratos, es que los ignoraban a fuerza de insensibilidad a los golpes y malos tratos que recibían. Habían perdido la consciencia de todo lo que les rodeaba, habiendo igualmente perdido la consideración de sentirse personas. Esto pasaba en todos los campos de concentración donde estuve preso.
Así vivió sus últimos momentos un conocido mío y vecino de Mondragón llamado Adrián Pinto. Su estado era tan grave que cuando deambulaba estremecía el verlo tan consumido, sin carnes ni sangre. Aguantó varios meses pero al fin cayó.
Era un clamor constante y aborrecible el continuo son de la canción franquista del Cara al Sol. Desde el inicio de la mañana para el desayuno, debidamente formados, se terminaba la formación con el consiguiente levantamiento del brazo dando los gritos de rigor y las exclamaciones de viva el dictador y a España. Por nuestra parte, toda una parodia teatral que nos consumía el hígado, como se suele decir, lo que aumentaba nuestro enojo y rencor hacia el régimen imperante.
La debilidad, la falta de fuerza de los internos provocaba desmayos y caídas durante las formaciones y los recuentos. Era el momento en el que los guardianes aprovechaban para arrastrar a los desgraciados prisioneros a sus barracones, utilizando con mayor rabia y coraje los cinturones con hebilla de latón.
Aunque las formaciones que se hacían para las tres comidas eran las mejor aceptadas la alimentación era escasa y de mala calidad. Un tazón de líquido hecho con bellotas tostadas, como desayuno y de comida, una especie de sopa aguada con trozos de pan negro, patatas, legumbres, y en ocasiones algo de carne o de pescado. No se podía manejar dinero porque no valía nada. No se podía comprar ni por necesidad. Lo que se conseguía de fuera eran productos que los escoltas cambiaban por objetos de valor de los prisioneros. Por ejemplo, medallas de oro, relojes valiosos o anillos, todos con gran valor sentimental.
La mayor parte del campo se hizo con el esfuerzo sobrenatural de los primeros prisioneros. Se le llamó la 'ciudad de la muerte' a cuenta de los malos tratos hacia los internos. Pero había que hacer trabajo físico y con la escasez de ropa, que eran más bien harapos, el calzado destrozado y la tensión que ejercían los guardianes resultaba más doloroso aguantar la dureza de aquellos que el propio trabajo.
Las condiciones disciplinarias fueron suavizándose de forma que según se iba utilizando para acoger extranjeros que desertaban de la guerra mundial, tanto alemanes e italianos, como aliados.
La historia del campo de prisioneros de Miranda se divide en tres etapas .Entre 1937 y 1944 estuvieron encerrados prisioneros republicanos y miembros de las Brigadas Internacionales que combatieron en la Guerra Civil.
De 1940 a 1945 albergó inernos extranjeros de países aliadosque entraban a España huyendo del avance alemán. Destacaba la presencia de franceses. Hubo un grupo de judíos que huían del Holocausto. Entre tanto prisionero destacó la presencia de dos premios Nobel, François Jacob y Jacques L. Monod. O el anarquista Félix Padín.
Por último, desde 1944 a 1947 fue ocupado por oficiales y soldados alemanes que escapaban del hundimiento del III Reich con la intención de huir hacia Latinoamérica. Hasta 58 nacionalidades diferentes convivieron en el campo.
Durante algún tiempo el director del centro de reclusión fue el jefe de la Gestapo en España, Paul Winzen, del que se dice que fue el diseñador de la red de campos de concentración franquistas.
José María Horcajada fue enviado ese mismo año de 1941 a los campos de concentración de Miguel de Unamuno (Madrid) y Reus (Tarragona). Falleció en Vitoria en 2013, a la edad de 92 años.