
'Jumanji'. De jardines a selvas
Se non è vero... ·
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Ayer pisé una mierda de perro cuando atajaba para cruzar la calle Abendaño por el medio del jardín, en vez de circunvalarlo como suelo hacer ... habitualmente. Y cuando empezaba a echar juramentos y maldiciones dirigidos a los dueños anónimos de aquel can de tan generosa producción intestinal, se desató un fenómeno absolutamente extraño.
No sé si recuerdan la película original 'Jumanji', aquella en la que actuaba Robin Williams, en la que un juego transportaba a los niños hacia un mundo primitivo y selvático lleno de amenazas y peligros inimaginables. Sin yo saberlo, estaba a punto de vivir un fenómeno similar.
El caso es que iba tan pancho hablando por el móvil sin otra preocupación que la de comprar el pan y el periódico, sin reparar en el hecho de que los jardines de Vitoria se habían convertido en pequeñas parcelas de selvas tropicales. Desconocía que los jardineros municipales llevaban en huelga desde hacía más de un mes y medio y no reparé en que lo que antes fueran parterres se habían transformado, fruto del abandono, en un conjunto de hierbajos y matorrales de altura y porte más que respetable.
En mi ignorancia, había achacado aquel desastre de floricultura a las nuevas políticas medioambientales de jardines sostenibles que se prodigan en estos días en que, no habiendo presupuesto, hay que hacer de la necesidad virtud, sustituyendo la jardinería por el monte bajo. E imaginé que, en un nuevo paso de conservacionismo, se habría orquestado un nuevo parque temático de garrapatas urbanas a mayor gloria de la biodiversidad.
Ajeno al desastre, me fui sumergiendo en el jardín, hasta ver desaparecer ante mis ojos la trama urbana. En un segundo, mientras daba saltitos nerviosos para deshacerme del plastón de mi zapato, como si estuviera participando en el juego de Jumanji, desaparecí entre aquella malla inextricable como quien se desliza por la boca de 'Tragantúa'.
Perdí la compostura a la par que la orientación al dejar de ver la luz del sol y, entre la peste de mi zapato, los arañazos y las zarzas que se pegaban a mi ropa, fui enmarañándome como quien se envuelve a sí mismo en una tela de araña. Y entré en pánico.
En mi desesperación, y tras dar saltos compulsivamente, acerté a chocar con un tipo que surgió de entre los matojos en dirección contraria a la mía. Y a pesar de que tardé en reconocerlo, resultó ser un vecino del barrio. Arañado hasta las pestañas como estaba, me dijo que llevaba un par de horas aprisionado en aquel mar verde, tratando en vano de desembarazarse del abrazo vegetal. Y que había sido incapaz de hallar una salida por más que lo había intentado.
Entre los dos, caminando juntos de espaldas en la misma dirección, pudimos finalmente, no sin un esfuerzo ímprobo, dirigirnos hacia la claridad del exterior y traspasar los últimos metros de la barrera vegetal de aquel perímetro inquietante en el que sólo se echaban de menos unas plantas carnívoras para finiquitar el proceso de fabricación de compost a cuenta nuestra.
«P'habernos matao», me repetía sudoroso y hecho un adán, apestando todavía a mierda de perro, gateado y con desgarros de pies a cabeza.
Tras esta experiencia agónica -se non è vero, è ben trovato-, no puedo por menos que rogar respetuosamente a nuestro Ayuntamiento para que ponga coto a estos desmanes 'jardineriles'. Porque una cosa es ser Green Capital y otra bien distinta convertir nuestras antaño insuperables zonas verdes en cepos, trampas y ardides donde abducir a desavisados paseantes.
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