Del realismo político
En una democracia, todo gobernante tiene que evitar que sus afines, igual que sus rivales, puedan corromperse impunemente
El expresidente Rodríguez Zapatero, en el ya lejano año 2005, dirigiéndose en el Congreso al lehendakari Ibarretxe, afirmó: «Yo estoy siempre en el terreno del ... optimismo antropológico y no del pesimismo (...). Este país me ha dado muchas razones para estar en el optimismo antropológico». El debate sobre el optimismo/pesimismo es un debate con profundas raíces políticas y me inclino a pensar que la democracia liberal es, de suyo, menos optimista que lo que parece sugerir Zapatero.
La democracia, para empezar, es metódicamente pesimista con los hombres públicos, dotados de poder, quienes, por su bien y por el nuestro, deben estar sometidos a constante escrutinio, controles, y contrapesos. La confianza en los políticos es buena, pero el control es mejor. Frente a la opción puramente optimista, me inclino por la propuesta más elaborada del teólogo y pensador político norteamericano Reinhold Niebuhr, que propone el realismo político, o sea, tomar en consideración todos los factores que en una situación política y social se oponen a las normas establecidas, especialmente los factores de interés personal y de poder.
Subraya Niebuhr, como fuente clásica del realismo político, el pensamiento de San Agustín de Hipona, y comparte la descripción –antiperfeccionista– agustiniana de la ciudad terrena, marcada por contraposiciones imposibles de resolver definitivamente, desgarrada por intereses contrapuestos, por su propia naturaleza incapaz de lograr una justicia perfecta y una paz perpetua.
El pesimismo político del pensamiento conservador clásico (Hobbes) –el hombre es un lobo para el hombre– no es para Niebuhr suficientemente pesimista ya que se fija solo en la fragilidad de los gobernados, en sus egoísmos y violencias, señalando los problemas derivados de la anarquía, y de la guerra de todos contra todos que aquella fragilidad conlleva, pero no llega a percibir los peligros de la tiranía.
El autor
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Javier Otaola Abogado y escritos
O sea, Hobbes considera un mal menor la estupidez, la codicia y el egoísmo de los gobernantes y pasa por alto la necesidad de poner controles a la voluntad de los que ejercen autoridad y poder. Niebuhr define la democracia no sólo como un régimen de valores, sino también y necesariamente como un sistema de razonables desconfianzas, y por lo tanto necesitado de controles y equilibrio de poderes: «La capacidad del hombre para la justicia hace la democracia posible, pero su inclinación hacia la injusticia la hace imprescindible». Los hombres y mujeres que tienen el poder –aun democráticamente elegidos, no digamos los otros– están marcados por la misma corrupción o maldad que todos los demás y de ahí la exigencia de controlar el poder.
El pesimismo teológico de Niebuhr no lleva sin embargo al cinismo: el egoísmo es universal, pero no es natural en el sentido de que no es conforme a la naturaleza del hombre. El realismo se vuelve moralmente cínico o nihilista cuando afirma que una característica universal de la conducta humana debe también considerarse normativa. El ser humano y sus instituciones, a pesar de sus fragilidades, son capaces de justicia y merece la pena luchar y trabajar por esa justicia.
A la postre, el pesimismo político y absolutista de Hobbes, fundamento histórico del pensamiento conservador, no es suficientemente pesimista ya que se fija solo en la fragilidad de los gobernados, en sus constantes egoísmos y violencias. Un pesimismo coherente exige también establecer los debidos controles sobre aquellos que ejercen autoridad y poder. Como dejó dicho lord Acton, «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente». Los horrores de nuestro siglo XX, con los horrendos crímenes de las dictaduras nacionalsocialista, fascista y comunista, nos pusieron frente a los peligros de las adhesiones ciegas a los liderazgos absolutos en nombre de ideales totalitarios.
No basta con la proclamación de los valores democráticos, no hay verdadera democracia si no existe un sistema de 'checks and balances', protección de los derechos de los gobernados y controles institucionales que garanticen un genuino equilibrio de poderes. La opción de Niebuhr por la democracia no nace de un ingenuo buenismo, sino de un realismo radical: ningún líder, ni secretario general, monarca, presidente, ministro, alcalde o concejal, está exento del riesgo de la corrupción o del abuso (vg: Donald Trump), encubierto siempre por pseudo-razones ideológicas.
De ahí que, en una democracia que lo sea realmente, todo gobernante tiene que ser celoso en el desempeño de su cargo para evitar que sus afines, del mismo modo que sus adversarios, puedan impunemente corromperse en el desempeño de su cargo. Pero lo más importante, para que la corrupción sea una excepción y no la regla de nuestro orden político, es que nuestra actitud como militantes y ciudadanos sea implacable, por simpáticos o afines que nos resulten aquellos que nos representan. Que así sea.
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