El gran apagón. Una distopía vitoriana
Se non è vero... ·
Aún no se habían apagado los ecos del pequeño gran apagón del miércoles, 28 de noviembre del año de nuestro señor de 2018, que apenas ... duró un par de horas y que provocó daños de escasa consideración, cuando sobrevino aquel extraño fenómeno para el que ninguna ciudad está preparada: la madre de todos los apagones.
Sería éste un apagón de verdad. Un día y medio de una negrura insondable. Treinta y seis horas durante las cuales nada lució; en los que ni una miserable bombilla iluminaría las vidas de una Vitoria abandonada a la más absoluta oscuridad, pasto del pillaje y la rapiña más absoluta, en que la capital de Euskadi, la Atenas del Norte, la Ciudad Levítica, estaría a merced de la violencia y el caos más estremecedores.
El Parlamento vasco –émulo autonómico del Reichtag– el Vicerrectorado de la UPV o el edificio de la Hacienda Foral, entre otros, serían reducidos a cenizas, fruto de los ataques de una horda de jóvenes de pasamontañas que, amparados en la oscuridad, sembrarían el pánico, con una disciplina marcial, como antes hicieran entre una comunidad universitaria adocenada y apática, tan poco dispuesta a defender ni a pagar precio alguno por su espacio de libertad. Una generación a la que aquella ola de destrucción sorprendería sesteando en Instagram.
Pero dejando aquellos hechos que acaecerían en 2020 para mejor ocasión, el apagón de noviembre del dieciocho constituyó el primer peldaño de lo que llegaría después. No fue sino un entremés, una mota de polvo a la medida de una pequeña ciudad como Vitoria, en la que los sucesos acaecidos por el corte de luz de una subestación en Ali apenas dieron para un titular entusiasta –«Vitoria vive su gran apagón», rezaba el diario– y para un rosario de declaraciones de afectados que, con el espíritu lastimero que nos caracteriza, novelaban experiencias traumáticas.
«Se me cortó la mayonesa». «El cocido quedó aguachinado». «Las mechas se quedaron a medio hacer», son sólo algunos ejemplos de los 'severos' inconvenientes que causara el apagón diurno en una comunidad ayuna de experiencias fuertes; entre tantas y tantas vidas que anhelan sorpresas y aventuras con las que huir de lo cotidiano para vivir una experiencia vibrante y recordar que una vez fuimos polvo de estrellas y no mera ceniza de miércoles.
Una carrera truncada
Como la historia de aquel juntero bisoño que anhelaba una oportunidad y echaba al fin su primer discurso desde el atril de Juntas Generales sobre el que asentar una trayectoria merecida y fulgurante. Quiso el cruel destino abortar aquella carrera política en ciernes. Y las musas de la oratoria y un apagón providencial conspiraron para hacer justicia, dejando enmudecido al procurador, a mitad de una declaración impostada, extravagante y faltona, de tintes rufianescos, con la que ansiara conseguir un breve en la sección local del diario, con que ganar en su partido una nominación en las listas a las próximas elecciones forales.
Al igual que aquella carrera política, se interrumpieron unos cuantos juicios con el corte parcial del suministro eléctrico, que afortunadamente no afectó al proceso estrella 'De Miguel' que proseguiría con normalidad; se cerraron ventanillas de atención al público; y se apagaron los semáforos, contribuyendo con ello, tras el desconcierto inicial, a una mejora en la fluidez del tráfico que mostró a las claras que hay industrias y políticas pergeñadas para causar molestias en vez de para solventarlas.
Quizá los que mayor sorpresa se llevaran durante aquella jornada del apagón de noviembre fueran aquellos dos vecinos de la torre de Zabalgana, jovencitos y tímidos, que vivieron su gran aventura en aquel ascensor que hizo posible lo que Cupido fuera incapaz de remediar hasta entonces: hacer coincidir aquellas dos vidas en un metro y medio cuadrado del cajetín de un ascensor de Orona, sin excusas, y sin nada ni nadie de por medio, por espacio de dos horas.
Un tórrido romance
Aquella historia de amor no aparecería en ninguna información periodística porque sólo ellos fueron testigos del tórrido romance que haría por fin realidad sus más íntimas fantasías. Allí, aislados del mundo, entre los pisos sexto y séptimo, tras media hora de silencio y de miradas de complicidad, vencieron sus miedos, cerraron sus ojos, y cayeron enredados intuyéndose, escuchándose cada uno la respiración entrecortada del otro, y transformando aquel amor platónico e imposible que se profesaban en secreto, en amor del bueno, del que rompe diques y salva prejuicios y te lleva al cielo sin necesidad de que el ascensor se mueva un milímetro siquiera.
Como es bien sabido, se han producido y se producen apagones constantemente, sobre todo en el Tercer Mundo, que vive acostumbrado a tales eventualidades. Pero ha habido apagones que pueden ser calificados de históricos por su impacto en la vida de millones de personas, desde que la electricidad, y no Dios, sacara a la humanidad de las tinieblas.
Quizás Vitoria resulte pretenciosa queriendo homologar el miniapagón de noviembre, para situarse en el ranking que encabezan ciudades como Nueva York. Porque se empieza haciendo una tortilla de récord Guinness y se acaba perdiendo el sentido de la medida. En cualquier caso no es para presumir el sufrir semejante calamidad.
Algunos apagones históricos, como el de la ciudad de los rascacielos, fueron causados por un rayo destructor. Como si Dios hubiera enviado una señal. El resultado final, un caos de saqueos, violencia y un aumento significativo de la natalidad, nueve meses después. Como si la oscuridad retrotrajera a la humanidad al interior de la caverna. Como si el anonimato hiciera emerger el saqueador que llevamos dentro, que anhela escapar del corsé con que la civilización lo ha sujetado.
Pues bien, el niño concebido en aquel ascensor de Zabalgana estaría llamado a salvar a Vitoria del desastre futuro y aún inimaginado. El único protagonista relevante de aquella jornada del apagón del 28 de noviembre de 2018, que no salió en los periódicos y del que nadie salvo aquellos dos jóvenes fueron conocedores. Porque así es la historia de una ciudad, que suma miles de microhistorias, de miniapagones y de vidas que, por muy miserables y anónimas que nos parezcan, forman parte del todo del que irremisiblemente formamos parte.
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