Una excavadora en Zabalgana
Dos nombres, Zabalgana y Salburua, son la fuerza germinal del Anillo Verde, principio y eclosión de un proyecto singular que cumple 25 años y define a Vitoria como ciudad sostenible
La memoria suele fijar recuerdos para que las emociones no se extravíen. El mío es el de una mañana con neblina en las graveras de ... Ali, cerca del meandro del Zadorra que llevó a los sabios antepasados de Asteguieta a retrasar el pueblo a zonas más seguras. De pie, sobre un pequeño montículo, Luis Andrés Orive gesticula dando instrucciones a un operario que maneja una excavadora. Palada a palada, una suave colina se va formando junto a lo que empiezan a ser pequeñas lagunas renacidas después de años sepultadas. A sus espaldas, la factoría de Mercedes y unos campos de labranza destinados a convertirse en nuevos barrios. El ingeniero ve más allá de la ciudad difuminada en la distancia. Está leyendo la Vitoria profunda, todas las páginas que la conforman: las capas geológicas, el manto vegetal, las aguas subterráneas, los colectores, las manchas de bosque, las tierras de labor, la fauna, los cauces fluviales, el aire y el humo, las montañas que la rodean y la trama urbana expandiéndose como una sólida marea. La escena sucede a comienzos de la década de los noventa y el milagro que está surgiendo de la abandonada gravera es el parque de Zabalgana.
Luis Andrés Orive dirige el Centro de Estudios Ambientales (CEA), el engranaje creado por el alcalde José Ángel Cuerda para preparar el futuro. Lo integran un grupo de jóvenes innovadores, criados en una mentalidad diferente, que cuestionan el progreso depredador y afrontan el desarrollo con criterios multidisciplinares. Responden a una línea de pensamiento que incorpora el medio ambiente como premisa clave del planeamiento urbano, modulando el crecimiento y cuestionando el expansionismo invasivo. Una nueva metodología que encuentra en Vitoria, depositaria de un pasado sin excesivas rémoras, enclavada en un ecosistema propicio y con un alcalde dispuesto a saltar convencionalismos, el escenario adecuado para hacer evidente que otro desarrollo es posible.
Por entonces ni siquiera había un consenso sobre cómo rebautizar en castellano ese espíritu revolucionario contenido en el término inglés 'sustainability'. Unos lo denominaban 'sustentabilidad', otros 'sostenibilidad', pero todos coincidían en su significado, el compromiso con el equilibrio ambiental y humano. Y ello conllevaba cambios profundos en los modelos y en las actitudes. Una transición, pedagógica y práctica, en la que se dejaba de primar lo hidráulico para valorar lo hidrológico, donde ya no había balsas sino humedales, las riberas sustituían a los canales, y el agua, el aire y el suelo se convertían en bienes a preservar. En el CEA se tenía el convencimiento de que el futuro no pasaba por encajonar el Zadorra en cemento, aunque se perdieran, como se perdieron, ayudas millonarias, y de que la Naturaleza, por sabia y por diversa, tenía respuestas para solucionar sus problemas. Zabalgana, ese pequeño cosmos que rebrotaba de un yermo, era la muestra palpable. Lo que removía la excavadora no eran sólo cascajos y grava, sino también inercias.
Mirada a Salburua
La mirada del director del CEA, mientras la colina tomaba forma, enfocaba directamente a Betoño, al Este, a unos terrenos que la voracidad intermitente del Santo Tomás, del Alegría y de otros afluentes del Zadorra se empeñaba tercamente en inundar, desafiando talleres, fábricas, carreteras y tierras de labor. Allí las entrañas vitorianas mostraban su verdad, el empuje del acuífero subterráneo, el temperamento de sus arroyos y ríos y la vocación lacustre de La Llanada. La palabra mágica que pronunció Luis Andrés Orive en esa mañana de revelaciones fue 'Salburua'. Y hay veces que un toponímico posee la fuerza de un huracán. Su evocación tenía un doble contenido. Por una parte, se trataba de un propósito, la promoción de un desarrollo ponderado y armónico de la ciudad que garantizaría su viabilidad futura. Y, por otra, planteaba una solución, aumentar la seguridad frente a riadas y avenidas, pero sin la opresión devastadora del hormigón.
Sobre esta piedra angular se levantó un proyecto que ha terminado por cambiar la concepción de la ciudad y la mentalidad de sus habitantes. Un proceso complejo, pero tan bien diseñado y fundamentado a nivel local, nacional y europeo y tan impactante en sus efectos que terminó fluyendo como la vida que se quería recuperar. Desde su inicio, los vitorianos se comprometieron y se implicaron, y añadieron a su vocabulario las lagunas de laminación y el nivel freático, se concienciaron de la importancia de la vegetación en los márgenes fluviales y del respeto a los cauces y las zonas de crecida, conocieron la rana ágil y defendieron el visón europeo y, lo más importante, hicieron que esa cultura impregnara cada rincón del casco urbano. Un soporte imprescindible para que tuviera sentido la Agenda 21 y todas las políticas innovadoras que exigían la participación ciudadana y el cambio de hábitos. El fenómeno ya resultó imparable, impulsado por todas las corporaciones municipales que se sucedieron, sin importar el color. Vitoria era verde, se sabía verde y se sentía verde, como Armentia, como Olárizu, como Salburua o Zabalgana, un mosaico natural metido en la piel de la ciudad. La primera Green Capital europea.
25 años saludables
Ha pasado un cuarto de siglo y los vitorianos hace tiempo que hablan con orgullo de su Anillo Verde, una manera poética de definir la explosión de biodiversidad que abraza a su ciudad. No ha sido un desarrollo urbano perfecto, se ha depredado excesivo espacio natural en los nuevos barrios, más dispersos y menos sostenibles, y los indicadores ambientales señalan un amplio margen de mejora, pero no han dejado de crecer los hábitos saludables. Hay miles de árboles plantados por niños que ya son padres, miles de visitas escolares al Ataria, miles de charlas y exposiciones, miles de bicicletas y paseantes. El medio ambiente ya no es estética, sino estrategia, una forma eficaz de prevenir inundaciones, de mejorar la calidad de vida y fomentar la convivencia, y un compromiso con las generaciones venideras. El Anillo Verde forma parte de la esencia vitoriana y es, junto a los centros cívicos, el mejor exponente y el más tangible de la singularidad de una ciudad que pretende ser doblemente sostenible: ambientalmente y humanamente. Vitoria no se entendería sin su vocación de responsabilidad ecológica y de justicia social, aunque el rumbo en ocasiones se desvíe.
Nueva Victoria se encerró entre murallas para preservar su identidad y afianzar su progreso, marcada por su condición fronteriza y su ubicación privilegiada como cruce de caminos. Más de ocho siglos después, los vitorianos ya no necesitan farallones de piedra, ni troneras ni almenas para reafirmarse y sentirse seguros. Vitoria-Gasteiz es una ciudad abierta y sus nuevos lindes son verdes, llenos de biodiversidad, ricos de vida. Una frontera permeable de árboles, de lagunas y, sería deseable, de agricultura, que la protege de sí misma y le recuerda el humilde lugar que ocupa en el medio natural. Cada uno tendrá su propio recuerdo del que colgar sus sensaciones al recorrer por primera vez el AnilloVerde. El mío será siempre el de aquella mañana escuchando la profecía, ya hecha realidad, de una Vitoria diferente y cargada de promesas mientras una excavadora anticipaba el futuro.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión