Llevo casi dos años echando de menos poder acodarme en la barra del bar y desalojar así de un plumazo los fantasmas de esta epidemia ... interminable por el precio de un txato de vino y de una charla amigable; más de seiscientos días deseando redescubrir la sensación de tomarme un café, un vino o una cañita arreglando Euskadi, España o hasta el mismo mundo si se tercia, con el tabernero como interlocutor o con cualquier cliente locuaz, ya se trate de un vecino, de un conocido o de ese cliente ocasional al que no acabas de situar pero cuya cara te resulta conocida.
«Bares, qué lugares tan gratos para conversar. No hay como el calor del amor en un bar», cantaba Jaime Urrutia, el solista de Gabinete Caligari en aquella canción que hizo furor allá por 1986 y que tantas veces repetimos por aquel entonces en verbenas, discotecas, pubs, cafeterías, bares, tabernas, tascas y tugurios de todo tipo y condición.
La vida por estos lares, para bien y para mal, no se entiende sin el abrigo que prestan los bares y los variopintos locales de hostelería a una clientela cada vez más diversa, que para gustos están los colores. Pienso que en el imaginario representan lo más parecido a la cueva en la que se guarecían los hombres primitivos; o el refugio de montaña en que salva la vida el montañero sorprendido por la ventisca y aterido por el frío. También tienen reminiscencias, o así se me antoja al menos, de ermita medieval donde antaño oraba el penitente para expiar sus pecados; o de trinchera en la que se guarecía el soldado francés de los obuses de los boches.
También para los menores la taberna es una suerte de misteriosa cantina escolar para adultos. Desde muy temprana edad los niños aprenden que hay unos lugares por los que sus padres peregrinan todos los fines de semana, con la familia a cuestas, en donde se bebe y se come todo tipo de material fungible, desde unos tradicionales calamares, a un rosario infinito de tapas y pinchos para todos los gustos. Y, a ojos de los críos, pareciera que sus padres hubieran ayunado durante el resto de la semana y alcanzaran por fin el oasis en el que reponer fuerzas y reparar debilidades acumuladas.
Nuestros bares son poco menos que centros cívicos, de carácter privado y de uso público, que funcionan al margen de la red municipal. Entre sus paredes anida la convivencia y el diálogo, también los gritos y la desconsideración; se alternan la alegría del hincha que jalea los goles de su equipo en la tele con la tristeza del borracho que trata de apagar sus penas en alcohol en una esquina de la barra mientras barrunta incrédulo que su matrimonio aún tiene remedio.
Los bares alivian tanto o más que las vacunas porque entre la farmacopea que abarrota sus estantes descansan todo tipo de bálsamos y tónicos reparadores para cualquier clase de dolencia, tanto física como espiritual, y especialmente para las peores, las que resultan de la conjunción de ambas cuando acaban entremezclándose. Psicosomáticas, creo que las insultan.
Bien es cierto que los efectos secundarios de los remedios que se administran en estos locales son desoladores y empeoran con el paso de los años, como todo en la vida salvo el vino; aunque por otro lado, y siempre que apelemos al corto plazo, su ingesta alivia los dolores del alma, ayuda a perder la memoria de modo interesado cuando es necesario, hace que palidezcan las vergüenzas, hiervan humores y se congelen conciencias si es menester. Los alcoholes desinhiben la timidez, sin duda, aunque son capaces también de desatar los demonios y de abrir puertas peligrosas.
Bares de barrio
Entre toda la panoplia de locales de hostelería, son los bares de barrio los que resultan particularmente sugerentes porque en su seno se construye ciudadanía y vecindad, al contrario de lo que ocurre en muchos otros salones plenarios donde se alimentan enconos y animadversiones. Por un módico precio, y sin necesidad de pagar la entrada, te prestan un lugar en primera línea de playa desde el que ver la vida pasar en unos minutos sólo si sabes mirar. Allí, en el púlpito que te proporciona la barra, puedes pontificar sobre cualquier asunto con la firmeza de quien acredita sólidos conocimientos sobre cualquier disciplina. Basta con citar las fuentes como en una tesis doctoral -lo dice el periódico o lo he escuchado en la radio- para pasar de ser expertos epidemiólogos a ocupar el rango de vulcanólogos en apenas un visto y no visto.
La versatilidad es una característica común a los bares. No se requiere mérito académico alguno para brindar opiniones al respetable ni para terciar en cualquier disputa venial y, salvo en contadas y gravísimas excepciones, no se limita el derecho de admisión más que a los hijos de puta redomados.
Así que el hecho de que vuelva a permitirse el consumo en la barra de los bares y desaparezcan esas mesitas supletorias tan ridículas que hacían que la barra nos quedara a la altura de la coronilla no deja de ser un pequeño paso para el hombre pero un gran paso para la humanidad y para los huérfanos coyunturales de la pandemia en que nos hemos convertido.
Hay pocas verdades en estos tiempos de 'fakes' y de desinformación. Una de ellas es que la comunicación en los bares no te falla como el 'guasap'. El otro día, sin ir más lejos, se fue al garete la aplicación del móvil en medio mundo y ocurrió algo sorprendente: la gente tuvo que hablar para comunicarse. Había que mover los labios y la boca para expresar opiniones o dar recados. El colapso de la aplicación del móvil nos obligó a mover los labios en vez de a mover los dedos para llegar a un interlocutor.
Reparé en que no hace tanto la voz resultaba insustituible en la comunicación entre humanos. Las manos, los gestos, apenas servían para acentuar o subrayar un determinado aspecto de nuestra pronunciación. Hoy en cambio, estamos perdiendo la práctica de hablar, de verbalizar nuestras opiniones a fuerza de habernos enclaustrado, embozado y atrincherado en nuestras casas.
Hemos caído en una especie de onanismo intelectual en el que las ideas no se expresan a través de nuestra boca, sino de las yemas de nuestros dedos a través de mensajes de texto. La quiebra del whatsapp me hizo caer en la cuenta de que debemos recuperar el arte de conversar, de hablar por hablar, incluso de hablar por no callar. Si no, llegará el día en que perdamos la articulación vocal por causa de desuso y nuestros dedos que evolucionaron para poder acariciar acaben convertidos en garras tecleadoras, con dedos pulgares como la pata de un velociraptor.
Esta es una magnífica razón por la que habría que subvencionar los bares y convertirlos en lugares libres de teléfonos móviles y demás cacharros digitales. Y que cada cual pueda encontrar así su particular bar de las grandes esperanzas donde contar cuentos y cuitas, como hacen todavía en plazas como Yamaa el Fna de Marrakech o como hacíamos nosotros en las plazas porticadas no hace tanto cuando hablar y comunicarse era echar a volar la imaginación.
George Best, futbolista irlandés dijo en una ocasión: «En 1969 dejé las mujeres y la bebida, pero fueron los peores veinte minutos de mi vida». Qué buen comienzo para iniciar una charla acodado en mi bar de las grandes esperanzas. Ahí lo dejo.
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