Una vez visité La Laboral de Gijón. Tan moderno, constructivo y prometedor nombre refiere un hiperespacio cultural y educativo ubicado en la antigua Universidad Laboral. ... El escenario es un monumento franquista tan exagerado, manierista y delirante que provoca hilaridad. Todo él es un cúmulo de águilas imperiales gigantescas, mosaicos aleccionadores, espacios de poder y territorios de instrucción (militar, por supuesto). Antes de convertirse en La Laboral lo más conocido que se había hecho en su patio de armas fue rodar una escena de Mortadelo y Filemón donde un dictador de chiste arengaba a sus súbditos. Al entrar pregunté a mi anfitrión qué hacía todavía aquel edificio de pie sobre la tierra. Él solo me pidió tiempo para entender. Cierto. Aquella exageración constructiva era la mejor denuncia de la dictadura franquista que nunca había visto.
El franquismo fue una dictadura y un tiempo. Una dictadura tan larga como el tiempo que contuvo, como la cantidad de tiempos individuales y colectivos que se pueden vivir en casi cuarenta años. Como fue tan larga, fue también una dictadura fascista poco fascista. O al menos no fascista en todo momento. Sus aguerridos partidarios iniciales lo eran. Incluso muchos fueron también criminales horrendos, imperdonables e inolvidables por sus hechos. Pasados los años, aquella dictadura, sin dejar de serlo, se convirtió en un tiempo, en el tiempo en que vivían forzosamente los españolitos de entonces. Ya no era fascista, aunque hubiera fascistas irredentos. La mayoría de los políticamente activos eran franquistas. La mayoría de los políticamente pasivos eran lo que se llamó franquistas sociológicos (en literatura policial, amoldados). Los menos eran opositores o resistentes. En aquel largo intermedio la dictadura se convirtió en paternal y desarrollista, y más que emplearse violentamente se limitaba a administrar la enorme reserva de miedo que había acumulado en la guerra y postguerra.
Pero, al final de sus días, ya desde la segunda mitad de los sesenta, el desarrollismo propició contradictoriamente la disidencia, lo que reactivó la violencia represiva del régimen. Y así despedimos al dictador a la vez que enterrábamos a sus últimos ejecutados. La franquista no fue una espiral violenta tanto como una especie de letra U, que empezó muy arriba, se permitió el relajo en su ecuador y terminó regresando a las tapias y al tormento.
Para los responsables de lo primero y lo último de ese tiempo tenemos respuesta: la negación, el rechazo. Lo hemos hecho ya muchas veces. Pero, ¿qué hacemos con los de en medio, con aquellos que vivieron activamente ese tiempo, lo que les convertía en cómplices aplicados de la dictadura, pero también, inevitablemente, en actores destacados de nuestra historia? La opción más fácil es de nuevo la negación. Tirar al niño con el agua sucia. Borrar del recuerdo aquel tiempo, a todos los efectos. En Vichy no se recuerda que aquella, además de una villa balneario, fuera la capital del colaboracionismo francés con los nazis. El borrado de memoria esta sí, histórica se conoce como síndrome de Vichy.
Insisto en que es lo más fácil, pero no lo mejor. Evita problemas y debates, posicionamientos relativistas que te pueden sacar los colores. Es mejor que, como hicieron los franceses en 1945 (o los italianos y otros más), proclamemos que todos, sin excepción, fuimos antifranquistas. O que al menos lo somos hoy. Pero el pasado, aquel tiempo en el franquismo, seguirá estando ahí. Y lo que se echa por la puerta reaparece por la ventana. Pedro Orbea perderá su calle, pero seguirá en la nómina de presidentes del Deportivo Alavés. José María Díaz de Mendívil seguirá siendo el gran impulsor de la Excursionista Manuel Iradier. José Lejarreta pasará al olvido callejero, pero cada arranque de fiestas recibirá la visita de los blusas. Vicente Abreu puede que siga quedando como pintor o que se olvide que fue uno de los dos o tres hombres responsables del golpe del 18 de julio del 36 en Vitoria, a la vez que alguien capaz de mandar al carajo a los vencedores de la guerra dimitiendo algo todavía más imposible entonces que ahora, pero por otros motivos como presidente de la Diputación ¡en 1944! Monseñor Peralta Ballabriga se volatilizará en el recuerdo común y a mí se me reaparecerá fantasmal dándome la Confirmación una anodina tarde de miércoles del histórico mayo del 68.
Hace poco más de un lustro, los historiadores Virginia López de Maturana y Aitor González de Langarica redactaron un Catálogo de símbolos y monumentos públicos existentes en Euskadi que supongan una exaltación de la guerra civil y de la dictadura, en aplicación de la ley mal llamada de memoria histórica que persigue esas inicuas exaltaciones. Su trabajo, que yo conozca, no tiene parangón, ni por su exhaustividad ni por su precisión a la hora de exponer la realidad. A este respecto señalaban (página 17) que la simplificación podía conducir al borrado de toda una época, que se haría casi completo en ciudades como Vitoria, construidas en ese largo tiempo del franquismo, exactamente cuando se puso nombre a muchas de sus calles.
Para evitar ese error, la socióloga Olivia-Muñoz Rojas apuntaba que igual era mejor sumar la memoria de los vencidos a la de los vencedores, sin mezclarlas, pero evitando el sustituir una por otra. Sería la manera y oportunidad de explicarnos el pasado en lugar de proceder a borrarlo. El pasado y su recuerdo es también conflicto, hasta que terminan convertidos en historia, en naturaleza muerta, en pasado que no afecta (y que no daña) nuestro presente. Por eso, en el caso de estos franquistas de segundo nivel, es mejor optar por la placa explicativa y contextualizadora que por la piqueta. Es más complicado, pero igual es mucho más sano.
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