Proceso al horror de los Jemeres Rojos
Un tribunal internacional juzga al régimen de Pol Pot por el exterminio de dos millones de camboyanos
PABLO M. DÍEZ
Domingo, 15 de febrero 2009, 03:33
Chum Mang tiene una cita con la historia este martes en Camboya. Después de treinta años, ese día comienza en Phonm Penh, la capital de este pobre país del sureste asiático, el juicio contra el atroz régimen de los Jemeres Rojos, responsable de uno de los mayores genocidios del siglo XX junto al holocausto nazi y los gulags de Stalin en la extinta Unión Soviética. Entre 1975 y 1979, dos millones de camboyanos -el 20% de los siete millones que componían la población entonces- fueron exterminados en los tristemente famosos campos de la muerte o perecieron de hambre en la sanguinaria revolución puesta en marcha por Pol Pot y sus secuaces.
Chum Mang, que tiene 78 años, perdió a su esposa y a tres hijos, pero salió con vida de la siniestra prisión de Tuol Sleng, una antigua escuela de Phnom Penh que los Jemeres Rojos convirtieron en centro de detención e interrogatorios y por el que pasaron entre 15.000 y 20.000 personas. Sólo sobrevivieron siete hombres -de los cuales únicamente quedan tres con vida - y una mujer que están llamados a declarar como testigos en las vistas orales fijadas con dos años de retraso por las cámaras extraordinarias en los tribunales de Camboya.
Ante este órgano judicial internacional creado por la ONU y formado por diecisiete juristas camboyanos y doce extranjeros testificará Chum Mang. Después de que Pol Pot, el 'Hermano Número 1', muriera en libertad en 1998, el anciano pensaba que jamás iba a ver en el banquillo a los responsables del horror en que quedó sumido su país hace tres décadas.
Tras ocho años de guerra civil y una explosiva situación política marcada por la guerra en el vecino Vietnam y el golpe de Estado del primer ministro Lon Nol que derrocó al rey Sihanouk en 1970, la insurgencia comunista de los Jemeres Rojos, apoyada por la China de Mao y el exiliado monarca, tomó Phnom Penh el 17 de abril de 1975. «Los recibimos como héroes porque iban a traer la paz, pero a las tres horas ordenaron con altavoces que abandonáramos la capital», explica Chum Mang al recordar los primeros compases de aquel horrendo 'Año Cero' que Pol Pot implantó en Camboya.
Utopía comunista
En su desquiciado intento por alcanzar la igualitaria utopía comunista a través de una sociedad agraria sin clases, los Jemeres Rojos despoblaron las ciudades, recluyeron a sus habitantes en campos de trabajo, separaron a las familias, abolieron la propiedad privada, prohibieron la religión, aislaron al país, cerraron los bancos, quemaron el dinero, suprimieron la educación, clausuraron los hospitales, anularon la individualidad del ser humano y liquidaron sin piedad a todo aquel que consideraban su enemigo.
Éstos eran los miembros de la afrancesada clase urbana que, a su juicio, tenían explotados a los paupérrimos campesinos. Al principio, la represión golpeó a los ricos, intelectuales, técnicos, maestros, funcionarios de la Administración, oficinistas e incluso a aquellos que hablaban algún idioma extranjero o que, por razones tan peregrinas como tener gafas, parecían más ilustrados que los demás. Pero pronto afectó a todos por igual en su plan por crear una «nueva sociedad», una locura ideada por revolucionarios comunistas y anticolonialistas procedentes de familias acomodadas que, irónicamente, habían estudiado en la Sorbona de París.
«Disparaban a quienes querían quedarse en sus casas, así que huimos con lo poco que pudimos coger», recuerda Chum Mang, quien se vio arrastrado por un río de gente aterrorizada que abandonaba la ciudad sin rumbo fijo.
Junto a su mujer e hijos, vio cómo los guerrilleros «ejecutaban a más de cien personas junto a un lago» y «multitud de cuerpos en descomposición en la carretera». Sin apenas comida ni agua, salvo la que bebían en ríos infestados de cadáveres, su hijo pequeño, de 2 años, falleció de una diarrea fulminante. «Ni siquiera me permitieron que me parara unos minutos para enterrarlo», dice llorando.
A pesar de esta tragedia, tuvo suerte y, gracias a su trabajo como mecánico, fue considerado «aprovechable» por la Organización (Angkar, en jemer), como se conocía popularmente a la camarilla de Pol Pot. Un auténtico privilegio en un régimen que se enorgullecía de proclamar que «si vives, no se gana nada; si mueres, no se pierde nada».
Acompañado por su familia, Chum Mang fue trasladado a una base militar en la casi desierta Phnom Penh, donde pasó tres años reparando motores de camiones, lanchas y máquinas de coser. Demasiado tiempo para un régimen paranoico como el de los Jemeres, obsesionado por la lealtad y que veía traidores por todas partes.
De la CIA o del KGB
A Chum Mang se le acabó la suerte el 26 de octubre de 1978. «Me dijeron que tenía que arreglar varios vehículos, pero no me dejaron coger las herramientas», rememora en un moderno restaurante para mochileros abierto enfrente de la Oficina de Seguridad 21 (S-21), la infame cárcel que los Jemeres habilitaron en la antigua escuela de Tuol Suay Prey. «Antes de entrar, me golpearon en la espalda, me esposaron y me vendaron los ojos. Después, me llevaron a una sala de interrogatorios que estaba llena de sangre, donde no pararon de pegarme mientras me preguntaban si pertenecía a la CIA o el KGB», indica Chum Mang, quien ni siquiera sabía lo que significaban aquellas siglas.
Durante doce días, fue interrogado y torturado hasta desfallecer. «Me azotaban con un látigo, me rompieron los dedos de la mano, me arrancaron las uñas de los pies con unas tenazas, me aplicaban electroshocks en el oído hasta que perdía el conocimiento...», enumera una interminable serie de barbaridades.
Pero su calvario no acabó ahí, ya que las palizas y los interrogatorios continuaron durante los más de dos meses que permaneció en la cárcel, primero en una celda encadenado a unos grilletes con más de cien presos y luego en uno de los once estrechos calabozos construidos rudimentariamente con ladrillos en cada aula.
«Sólo nos daban un poco de caldo y estaba siempre hambriento. Apenas podía dormir porque tenía que estar siempre atento por si me llamaban. No estaba autorizado a hablar con nadie y sólo tenía una lata de cinco litros para orinar y una caja para los excrementos», muestra en su habitáculo del pabellón C, cubierto por una alambrada para evitar que los presos se suicidaran saltando al vacío desde la planta superior de este edificio de tres alturas.
Transformada hoy en un museo, la prisión de Tuol Sleng es una de las principales atracciones de Phnom Penh, pero también una prueba del sadismo de los Jemeres. Así lo demuestran los cuadros de torturas pintados por otro superviviente, Van Nath, y las espeluznantes fotografías en blanco y negro de miles de detenidos, desde niños a ancianos pasando por un puñado de extranjeros y hasta los propios guardias y cuadros purgados del Jemer Rojo.
Al frente de la cárcel se encontraba Kaing Guek Eav, alias 'Duch', quien tiene ya 66 años y será el primero en sentarse en el banquillo. Además de evidencias como las inhumanas normas de la prisión, en cuyo sexto apartado reza que «no se chillará mientras se reciben latigazos o electroshocks», 'Duch' se enfrentará al testimonio de Chum Mang y los otros supervivientes.
«A medianoche llegaban los camiones y se marchaban cargados de presos que luego eran ejecutados. Si pasaban las doce y seguías allí, tenías un día más de vida», señala Chum Mang ante una pila de calaveras que dibujan un mapa de Camboya, brutal metáfora de un país marcado por el exterminio.
Todos estos restos proceden de campos de la muerte como el de Choeung Ek, situado a 15 kilómetros de Phnom Penh y donde se han abierto 86 de sus 129 fosas comunes. En Choeung Ek, donde se ha levantado un tétrico mausoleo con forma de estupa lleno de calaveras, se encontraron 8.895 cadáveres repartidos por fosas como la número 1, en la que había 450 cuerpos; la 7, donde sólo había cabezas; o la 5, situada junto al árbol de la muerte.
Tal y como explica una inscripción, los verdugos jemeres cogían a los bebés por los pies y estrellaban sus cuerpos contra el tronco para romperles el cráneo, arrojándolos luego a la fosa como si fueran un trasto roto. En medio de la oscuridad, y como corderos que caminan mansamente al matadero, decenas de hombres y mujeres atados en fila india y con los ojos vendados recibían, uno tras otro, un golpe en la nuca con una azada o una caña de bambú. Luego, otro verdugo les rebanaba el cuello con un cuchillo y los tiraba al hoyo mientras en los altavoces sonaban atronadores los himnos revolucionarios de los Jemeres Rojos: «Somos leales a Angkar, no puedes traicionar a la Organización».
Hedor de muerte
«El hedor que desprendían los cadáveres era horrible. La última fosa estaba abierta y algunos esqueletos tenían carne en descomposición, pero los aldeanos hurgaban entre ellos buscando dientes de oro o joyas cosidas dentro de la ropa interior», relata Chuor Sok en referencia a la dantesca escena que presenció cuando llegó al campo de la muerte después de que las tropas de Vietnam desalojaran al régimen jemer el 7 de enero de 1979.
A pesar de que perdió su brazo derecho durante la guerra, Chuor Sok, que tiene 59 años y vio morir a nueve parientes en aquella época, es el jardinero del museo del genocidio. «Trabajar aquí es doloroso, pero tengo que alimentar a mi familia», confiesa mientras varios extranjeros contemplan los jirones de ropa de las víctimas dispersos por el suelo.
Aunque no hay un solo camboyano que no haya perdido a algún familiar por culpa de los Jemeres Rojos y todos necesitan hablar de ello a modo de catarsis, el director del museo, Sok Ty, reconoce que «sólo mil de los 11.000 visitantes anuales son nacionales». Controlados por el Gobierno, donde se han reciclado bastantes Jemeres Rojos, los medios de comunicación locales eluden el tema, que apenas es estudiado en el colegio.
Ahora, con la apertura del juicio, los camboyanos confían en que se haga justicia. Para ello, Chum Mang contará cómo lo trasladaron de la prisión S-21 a la de Prey Sor en los últimos días del régimen. Una vez liberada por el Ejército vietnamita, allí se reunió con su esposa, a la que daba por muerta, y conoció al hijo que ella había dado a luz poco después de que fuera encarcelado. Pero, por la noche, los Jemeres Rojos atacaron la cárcel y abrieron fuego para matar a todos los presos. Una vez más, Chum Mang logró huir y sobrevivió, pero su mujer y su bebé murieron. Igual que otros dos millones de camboyanos.