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CASTILLO de los Vélaz de Medrano. Junto a él están los terrenos de Ramón donde encontró las tumbas. / ANDER IZAGIRRE
TROTAMUNDOS

El investigador de tumbas

Mientras labra sus terrenos, Ramón Ábrego desentierra la historia de Tierra Estella: descubre piezas celtas, romanas y medievales, obras, edificios y curiosidades geológicas

ANDER IZAGIRRE

Martes, 21 de agosto 2007, 04:38

Ramón Ábrego practica lo que podríamos llamar labranza arqueológica o arqueología campesina. Durante décadas, este agricultor y ganadero de Igúzquiza, de 76 años, ha arado sus tierras para cultivar cereal, forraje y maíz, y ha desenterrado tesoros como para montar un museo: losas celtas, ruedas de molino romanas, tumbas y estelas medievales Ha dado a conocer restos olvidados de castros y monasterios, ermitas y hospitales, puentes y trujales, canales y ermitas. Algunos de estos hallazgos han aparecido de improviso, pero en muchos casos ha llegado hasta ellos después de investigar y seguir pistas de la historia. Sin embargo, cuando se le pregunta cómo localizó las ruinas de un hospital de peregrinos o el acueducto de un señor feudal, da un manotazo al aire para quitar importancia y dice: «¿Eso estaba ahí desde siempre!».

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Ramón terminó la escuela a los 14 años pero no ha dejado de leer y estudiar en 62 años de labranza. Su abuelo y su tío, también campesinos, le pasaban los libros. Y su curiosidad por la historia se encendió definitivamente a finales de los años 40: «Venía a casa un profesor de Zaragoza, historiador, arqueólogo o algo así. Yo tenía 17 ó 18 años y mi padre me mandaba con el profesor para que le enseñara los alrededores. Le llevaba a ver unas ruinas o un puente y él me iba explicando: esto es un puente romano, esto es un castro, aquí tenían un trujal Y me aficioné. Me encantan los romanos, desde chaval. En la escuela justo nos decían 'Egipto, Grecia y Roma', sólo las etiquetas y cuatro cosas de cada civilización. Y yo pensé: 'para qué voy a estudiar Egipto y Grecia, si desde Roma hasta hoy tengo toda la historia al lado de casa'. Y me puse a aprender sobre los romanos, cómo hacían los pueblos, los caminos Como soy labrador, también me interesaba cómo labraban ellos. Tenían varios tipos de arados, hasta una segadora mecánica. Técnicas tan avanzadas que hemos trabajado casi como los romanos hasta ayer mismo».

«Ha de haber tumbas»

Las piedras que guarda Ramón cuentan la historia de Tierra Estella desde tiempos anteriores a Cristo. De los celtas tiene molinos de mano o de vaivén (una especie de tabla de piedra rugosa, cóncava, sobre la que se trituraba el grano frotando con otra piedra). De los romanos, algunas ruedas de molino bien conservadas. De la Edad Media, una estela, un sillar con la cruz de la orden hospitalaria de San Juan y fragmentos de un conducto de aguas. En un breve paseo por Igúzquiza, el muestrario arqueológico se amplía mucho más.

Ramón posee unos terrenos junto al castillo medieval de los Vélaz de Medrano, en las afueras del pueblo. Pasamos junto al edificio, caminamos hacia un montículo y Ramón empieza a escudriñar la tierra. «Yo me imaginaba que por aquí tenía que haber tumbas. Y cuando nos pusimos a arar aparecieron un montón de losas. Debajo de las losas había huesos. Eran sepulcros medievales. Y de cristianos, porque estaban orientados hacia el oeste. Por esta zona hubo pocos musulmanes. Mis hijos han vuelto a tapar las tumbas porque molestaban para labrar, pero queda alguna a la vista». Nos lleva a un pequeño talud, aparta unos arbustos y aparece un sarcófago vacío, encajado en la tierra. ¿Por qué imaginaba Ramón que aparecerían esas tumbas? «Sabía que en esta zona los señores del castillo tenían una ermita pequeña y era probable que el cementerio estuviera a su lado».

Del castillo queda en pie una torre defensiva con varias troneras -reconstruida- y algunas habitaciones, bodegas y graneros. También se mantiene un arco de entrada con el escudo de los Medrano. En un documento del siglo XV ya se dice que este castillo era «antiquísimo» y «famoso por la esplendidez de las fiestas celebradas por su Señor, sus hijos y sus nietos, a las que solían asistir con frecuencia los mismos monarcas navarros». Los señores de Medrano, familia de ricohombres, siempre estuvieron ligados a los reyes y aparecen junto a ellos en los episodios más notables de la historia navarra. En 1212 tenemos a Pedro González de Medrano en la batalla de las Navas de Tolosa, acompañando a Sancho el Fuerte; en 1270, a Iñigo Vélaz de Medrano en las Cruzadas con el rey Teobaldo; en 1521, a Jaime Vélaz de Medrano como alcaide del castillo de Amaiur, último reducto de la soberanía navarra ante la invasión castellana

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El «antiquísimo» castillo de Igúzquiza debió de construirse en el siglo XII, porque en esos tiempos a los Medrano se les encomendó una de las vigilancias más importantes del reino: el cinturón defensivo de Estella. A las pocas décadas de fundarse esta ciudad (a finales del XI), se levantaron el castillo de Igúzquiza y el de Monjardín, ambos bajo mando de los Vélaz de Medrano, para vigilar los caminos que llegaban de Álava y de Logroño.

Ramón estudió la historia de esta familia y de su castillo, y así localizó las tumbas y varios silos enterrados. También una de las obras medievales más notables y desconocidas de la comarca. Le llamaban la atención algunas piedras que los vecinos recogían del campo para construir las paredes de las casas, grandes losas atravesadas por un canalito tallado. Ramón se dio cuenta de que eran piezas de un gran puzle: el conducto de piedra que los Vélaz de Medrano habían construido para traer agua desde dos manantiales de Montejurra hasta el castillo. Ramón, con la ayuda de sus amigos Santos y Florentino, buscó el trazado de la obra y desenterró cincuenta piezas de unos cien kilos cada una. «Pero hay más tapadas por la tierra y la vegetación, porque el conducto medía tres kilómetros. En la Edad Media muy pocos pueblos de Navarra tendrían una obra semejante».

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Ese canal le ayudó a descubrir los restos de un hospital de peregrinos. «El conducto de agua pasa por unas tierras que leí que habían pertenecido a los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, herederos de los templarios. Construyeron un hospital menor, al borde del Camino de Santiago, y recibían agua del canal de los Vélaz de Medrano. En la Cuesta del Hospital quedan las ruinas de un corral de ovejas, cuatro piedras. El conducto pasa al lado. Verde y en botella, pipermín». Los arqueólogos y los historiadores confirmaron el pipermín de Ramón: el corral era el hospital jacobeo, que acabó guardando ovejas después de las desamortizaciones del siglo XIX.

Soplidos del Averno

Ramón también le da a la geología y muestra, en diversos parajes de Igúzquiza o en las cuchillas pétreas de Montejurra, las capas que se levantaron y quedaron en vertical. «Aquí sopló el Averno y se puso todo patas arriba. Son los bordes de una falla que empieza en esta zona y llega hasta Dax, en Francia. Nosotros padecemos las simas y a ellos les sale agua caliente sin gastar un real». Por Igúzquiza se extiende el diapiro de Estella, un gigantesco bloque mineral en el que las sales, los yesos, los materiales más livianos van aflorando hacia la superficie. En estas tierras blandas es frecuente que el suelo se desplome y se abran simas y huecos profundos: en un terreno de Ramón apareció, de la noche a la mañana, un socavón que podría tragarse dos o tres autobuses.

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Las simas suelen ser refugio de leyendas y de historias tenebrosas. Se dice que en el fondo del pozo de Igúzquiza, una pequeña laguna circular, yace un viejo castillo que se hundió porque sus dueños no dieron limosna a un mendigo -esta historia, con variantes que identifican al mendigo con Jesucristo, se repite en mil lagos y pantanos-.

Sartén con orejas

Cerca está la sima de Igúzquiza, de 55 metros de profundidad, colonizado por robles, avellanos y boj. Las tropas gubernamentales fusilaron aquí al tudelano Ezequiel Llorente, alias Jergón, guerrillero carlista a quien acusaban de «asesinar sin compasión, piedad ni temor de Dios a jóvenes de 15 y 18 años, hombres en la mejor edad de su vida, ancianos casi decrépitos y a doncellas de 22 años, sepultándolas en los insondables abismos de la sima de Igúzquiza, unas veces después de muertas, otras mal heridas y otras vivas, sin más motivo que leves sospechas de que eran de opinión liberal o que habían conducido algún parte para columnas del ejército constitucional». En el informe se le acusaba de haberse comido «una sartén llena de orejas fritas, cortadas a personas vivas que tiraba a la sima».

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Ramón lo desmiente: «En el fondo de la sima se hicieron búsquedas y no apareció un solo hueso. Era propaganda de guerra. A Jergón lo pintaban como un demonio porque era carlista, y al Cojo de Cirauqui, que mató a no sé cuántos pero era liberal, le llamaban paladín de la libertad». En algunas familias carlistas aún se oye hablar del Cojo de Cirauqui como del coco: si se decía su nombre, huían hasta las gallinas. En esas guerras del miedo, las simas eran elemento valioso: «Isabelinos y carlistas decían que tenían tal o cual sima, para asustar al enemigo. Es como los países que dicen hoy que tienen la bomba atómica, aunque no la tengan».

De vuelta a casa, Ramón señala un paraje lejano. «Allá está el despoblado de Santa Gema. Había un monasterio del siglo X. Encontré unas piedras de una ermita posterior, del siglo XII. Pero eso es tema para otro día».

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