Orden moral en las playas
Crónicas de Bilbao y Bizkaia ·
Durante buena parte del siglo XX, la Iglesia estableció las normas y preceptos sobre buenas costumbres que debían regir la vida de los católicos durante los meses de veranoSe acerca el verano, tiempo difícil para la moral de muchos, de contradicciones manifiestas en otros, de claudicaciones cobardes en no pocos», señaló el obispo ... de Bilbao, Pablo Gúrpide, en la revista Surgam…!, en su número de julio y agosto de 1962. Avisaba el insigne prelado sobre los riesgos que el verano podía causar en la virtud de los cristianos. Los meses de calor eran los más peligrosos, pues las buenas costumbres se veían atacadas por potentes olas de inmoralidad encarnadas en publicaciones gráficas de nuevo cuño -revistas de moda, por ejemplo-, reproducciones artísticas, cine y demás espectáculos «que propagan las atracciones del mal y los ponen en manos de todos, mayores y pequeños, mujeres y niñas». No le cabía la menor duda al señor obispo que determinados aspectos de la moda veraniega eran el producto de una inmoralidad total. Los vestidos eran más pequeños y más que cubrir ponían de relieve las formas que bien debieran tapar. Junto a esto los maquillajes, los bailes y determinadas diversiones propagaban un estilo de vida que nada tenía que ver con la rectitud cristiana. Por ello pedía a los que se considerasen buenos y auténticos cristianos que iniciaran una cruzada muy particular: «todos debemos ser cruzados de la pureza y de la modestia para combatir contra la inmodestia descocada y contra la impureza nauseabunda, que por doquiera nos rodea y pretende agostar los lirios y azucenas del jardín de la Santa Iglesia».
El objetivo del mensaje era la mujer. Sobre ella recaía la responsabilidad del rearme moral. «Lo urgente -señalaba-, es formar en nuestras mujeres una estrecha conciencia de sus responsabilidades, hacerlas darse cuenta del daño que pueden causar en otros su manera de vestir, por culpa de esta nefasta tiranía de la moda». Eran ellas, las mujeres, las que debían de vigilarse y no caer, ni dejar caer a otras, en el pecado de sucumbir ante unos vestidos y unas costumbres totalmente contrarias a lo que los santos hábitos católicos estipulaban. ¿Y los hombres? En un papel secundario, los hombres aparecían como los incitadores. Ellos exigían a las mujeres que cayeran en el pecado de las modas ligeras y ellas, tan sumisas, obedecían sin rechistar. Aun así, ellos tenían su culpabilidad atenuada por su propia naturaleza, más pendiente del instinto y de las pasiones que de la santidad, algo casi exclusivo de las mujeres.
Aquella cruzada a favor de la moralidad en el verano de 1962 no era nueva. Quizás se reforzó el mensaje producto de una cierta relajación de costumbres que empezó a tomar forma, aunque no muy pronunciada, a comienzos de esa década. La Iglesia había reaccionado con igual contundencia a comienzos de los años 30, precisamente durante los años de la Segunda República, momento en el que su influencia sobre la sociedad se vio más limitada. Fue entonces cuando en España empezaron a tomar forma los conocidos como movimientos nudistas, muy cercanos a las tesis libertarias del anarquismo. Junto a esto, en las playas se impuso una moda mucho más libre. Los toscos trajes de baño femeninos dieron paso a los maillots, mucho más ligeros y cómodos para las mujeres. Los hombres, por su parte, también vieron resumida su indumentaria a un simple pantalón corto más o menos ceñido. Este cambio en las costumbres provocó la ira de la Iglesia.
El 27 de junio de 1934, el padre jesuita José Antonio de Laburu Olascoaga, a petición de la Asociación de Padres de Familia de Vizcaya, pronunció una conferencia en el teatro Arriaga titulada 'Las playas en su aspecto moral'. En ella, el sacerdote bilbaíno equiparaba la objetividad de la ley de la gravedad con el efecto embrutecedor que el desnudo provocaba en aquel que lo contemplaba. Sus argumentos eran claros. Dios había dotado a los seres humanos de los mecanismos somático-psíquicos para favorecer respuestas pasionales que garantizaran la perpetuación de la especie. Su estimulación debía de producirse estrictamente en el seno del matrimonio. Para él estaba claro que si se contemplaban cuerpos semidesnudos en la playa, las pasiones se desencadenaban. Sobre todo en el hombre, reconocido como una fiera de fácil sucumbir a los chispazos del deseo. Y es que el desnudo -en la conferencia llega a mezclarse el nudismo con el semidesnudismo-, conduce a un pecado diabólico por la intención demoníaca que encierra. De ahí nacía el pecado del escándalo. Por ello, el citado jesuita reclamaba argumentos para hacerse fuertes. Uno de ellos era la evocación de la pasión de Cristo. El sufrimiento y la represión de las pasiones.
«Ocasión próxima de pecado»
Esa misma conferencia fue recogida en 1962 por el presbítero José Calvo Fernández, como continuación al artículo escrito por el obispo de Bilbao. En sus comentarios a la intervención del padre Laburu, el religioso señaló unos criterios de obligado cumplimiento para todos los católicos durante el verano tomadas del listado de normas de decencia cristiana, de la Comisión Episcopal de Ortodoxia y Moralidad. De entrada, se debían evitar los baños mixtos, «que entrañan casi siempre ocasión próxima de pecado y de escándalo por muchas precauciones que se tomen». Sólo se toleraban las piscinas mixtas infantiles, para niños que no hubieran alcanzado el uso de razón. En las piscinas para hombres solos se podía tolerar el simple bañador aunque el más recomendable era el tipo 'Meyba'. Para las mujeres, «el traje debe de ser tal que cubra el tronco y con faldillas para fuera del agua». Éstas debían de tapar la mayor parte de los muslos. De lo contrario serían consideradas como inmodestas. Y en los baños mixtos, es decir, los familiares, hombres y mujeres debían de ponerse un albornoz hasta casi los tobillos al salir del agua. En cuanto a la playa, donde era más difícil establecer una separación de sexos, se pedía que se evitara la convivencia. En el cuerpo residía el mal y cuanto menos se mostrara más tranquilas quedaban las bajas pasiones, diabólicos impulsos que la Iglesia de entonces consideraba casi incontrolables.
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