Los dos homicidios del obrero Elías
Trapagaran y Sestao. ·
Con 23 años de diferencia, mató a un compañero de trabajo en las instalaciones de la fábrica, a tiros de revólver, y a su propio hermano enfermo, de dos cuchilladasElías Beltrán Bordegué aparece dos veces en la hemeroteca, con veintitrés años de distancia entre ellas, y en ambas ocasiones fue por haberse manchado las manos de sangre. Se trataba, eso sí, de dos crímenes muy diferentes si aplicamos el criterio de su impacto en la opinión pública. El primero fue uno de aquellos homicidios a los que, en 1902, nadie prestaba mucha atención: las broncas de taberna, de mina y de fábrica eran un asunto cotidiano, que muy a menudo desembocaba en violentísimas agresiones y, en ocasiones, acababa con uno de los adversarios en el cementerio. Eran lo que podríamos llamar sucesos rutinarios. El segundo, en 1925, se encuadraba en una categoría muy distinta: fue un salvaje fratricidio envuelto en acusaciones de acoso sexual. La prensa, que en su primer crimen había presentado sucintamente al alto y enjuto Elías como un obrero de genio demasiado vivo, lo describió en el segundo como «un hombre odioso» que inspiraba «repugnancia y temor a la vez».
Elías había nacido en 1876 en Chércoles, un pueblecito del sureste de Soria, y con 20 años había emigrado a la zona minera vizcaína, como tantos y tantos jóvenes condenados a un futuro poco próspero en sus lugares de origen. En 1902 trabajaba en los hornos de la Franco-Belga, en Trapagaran, donde había conocido a Ramón Niño, un leonés un poco mayor que él. El 10 de julio de aquel año, los dos compañeros estaban en el juego de bolos del Valle cuando surgió una pendencia entre ellos por una deuda de veinte céntimos: esa discusión, tan nimia en un principio, fue creciendo en intensidad hasta propiciar un desenlace irreparable.
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Eso ocurrió al día siguiente, cuando los dos hombres retomaron su enfrentamiento en la fábrica y la situación se desbordó a gran velocidad. Primero fueron insultos y amenazas, que la sentencia recoge con una precisión un tanto chocante: Ramón le gritó a Elías «que se cagaba en la leche que había mamado, en la puta de su madre y en toda su familia, y que antes de las doce le había de matar». Elías, lejos de amilanarse, desafió a Ramón a salir a pegarse en la calle y le propinó una bofetada. Acto seguido, Ramón agarró un ladrillo y se lo arrojó a Elías, que logró desviarlo de un manotazo. Y, finalmente, Elías sacó un revólver e hizo cinco tiros, de los que tres alcanzaron a Ramón en la cabeza, el vientre y un brazo. Evacuaron rápidamente a la víctima hacia el hospital, pero falleció a la altura de Barakaldo. El asesino fue condenado a doce años de cárcel, que cumplió en la prisión valenciana de San Miguel de los Reyes.
Un cadáver viviente
Veintitrés años después, en enero de 1925, Elías Beltrán había conseguido un empleo en La Vizcaya y residía en el número 22 de la calle Chávarri, en Sestao. Compartía el piso con su hermano menor, Juan, y su cuñada, la burgalesa Felipa Calvo, que se habían casado seis meses antes: las crónicas recogen detalles como que habían viajado de luna de miel a San Sebastián, donde unos parientes regentaban una fonda. Juan, que también trabajaba en La Vizcaya, había tenido que pedir la baja por una tuberculosis muy avanzada, que, en expresión del diario 'El Liberal', lo había convertido en «un cadáver viviente que, postrado en la cama, esperaba la hora fatal». Las relaciones entre el matrimonio y Elías no marchaban nada bien: este se quejaba de que le hurtaban dinero de su baúl y Felipa aseguraba que su cuñado la acosaba sexualmente desde cinco días después de la boda. «Llegó a decir que la mujer de su hermano había de ser de los dos», denunciaba.
En plena noche de Reyes de 1925, los rencores explotaron en unos minutos de brutalidad que –al igual que el otro crimen de Elías– también pueden relatarse como un descontrolado toma y daca. Primero, Elías amenazó a Felipa y, cuando ella trató de huir, le mordió la mano y sacó un cuchillo. Juan logró levantarse de la cama, para ver qué ocurría, y recibió una puñalada de su hermano, que no fue letal porque la hoja se topó con una costilla. Felipa rompió entonces una silla sobre la cabeza de Elías, para proteger a su marido. Elías respondió clavando dos veces su arma en el pecho de su cuñada. Y, cuando ya había subido a la vivienda un sereno, alertado por el escándalo y los gritos de auxilio, Elías hundió profundamente su cuchillo en el costado izquierdo de Juan y lo mató.
¿El motivo de aquella barbaridad? A los arraigados resentimientos, relacionados con el dinero y el acoso sexual, se sumó un detonante tan baladí como el cambio de lugar de unos cuadros. «Quité de la sala una Purísima y un Cristo, que deben estar en la alcoba, y coloqué en su lugar dos paisajes. Creo que es lo más natural», se justificó Felipa. Cuando Elías llegó a casa, perdió el control al darse cuenta de que habían modificado la decoración sin contar con él y pronunció una amenaza con resonancias de western: «Hoy ha habido cuatro entierros en Sestao, pero me parece que va a haber dos más». La hemeroteca no llega a aclarar cuál fue su sentencia definitiva por el fratricidio, pero el fiscal pidió para él veinte años de prisión.
Ira popular
De Elías Beltrán se contaba que, meses antes del crimen de 1925, había regado con petróleo la cama en la que estaba durmiendo su madre y había intentado prenderle fuego, aunque él lo desmentía como «una calumnia». También se dijo que había acosado a la hermana menor de Felipa, durante una temporada que la joven había vivido con ellos. Cuando lo trasladaron preso de Sestao a Bilbao, sus vecinos intentaron 'lyncharle', como se escribía entonces.