El gallego que murió en Omaha
El Piscolabis ·
Jon Uriarte
Sábado, 8 de junio 2019, 00:43
Dice la canción que hay un gallego en la Luna. No me extrañaría. Son pueblo emigrante que se mueve más que una gota de agua ... en el dorso de una mano. Y si no hay forma humana de saber a dónde irá esa gota, con los gallegos pasa lo mismo. Manuel Otero es el ejemplo. Su historia es tan apasionante como desconocida. Arranca en Serra de Outes, localidad de A Coruña, y termina en Omaha, playa de Normandía. Ha sido noticia por ser el único español que murió en esas arenas. Y al conocerla no he podido evitar recordar a las gallegas y gallegos que llegaron a esta tierra, haciendo suya la margen izquierda de una ría que siempre convivió con gentes que iban y venían. Por ellos y ellas, por esos gallegos que buscaron futuro cargados con una maleta, merece contarse esta historia. La de Manuel. El soldado que murió el día D de la Operación Overlord.
«Imagina a Otero en la lancha de desembarco. La suya era la LCI 85». Quien nos lleva hasta esa mañana es Manuel Arenas, Presidente de la Asociación The Royal Green Jackets y de los Amigos del Museo Militar de A Coruña. No habla. Relata. Y no se deja un detalle. No en vano ha investigado hasta el último detalle de su tocayo. Aunque esta historia, tiene otra pata: Gema Martinez, sobrina del soldado que un buen día llamó por teléfono a Manuel Arenas. «De hecho lo hizo varias veces, pero confieso que no le di ninguna credibilidad». Su sinceridad no nos sorprende porque el relato de la mujer tenía su aquél. «Aseguraba que tenía en su poder un arcón de metal con los restos de su tío y que estaba segura de que había muerto en Omaha», explica Arenas y después nos desvela el dato clave. «En la tercera llamada me dice que hay un número en esa caja. Me lo da y se parece mucho a los que llevaban los soldados en sus chapas colgadas del cuello». No tardó mucho en comprobar que esa cifra correspondía a un tal Manuel Otero. El resto fue cosa de seguir el hilo y viajar hasta Galicia.
No paró mucho Arenas en esta tierra, porque Otero tampoco pasó mucho tiempo en ella. Con 20 años le pilla en la vecina Cantabria el Golpe de Estado y el inicio de la Guerra Civil. Como era zona republicana es reclutado y combate con ellos. Hay datos de su presencia en la batalla de Brunete. Incluso fue herido y acabó trasladado al hospital de Valencia. Una vez recuperado quiso volver a casa, pese a que no era seguro. Pero lo hizo. Y acabó detenido y llevado preso a Barcelona. Terminada la guerra, tocaba volver a Galicia. Pero ya no era el Manolín que se fue. Señalado como rojo hizo lo que muchos, emigrar al nuevo mundo. Y llegó a Westchester, un condado situado en la parte sur oriental del Estado de Nueva York y suburbio de la Gran Manzana. Trabajaba en su pequeño negocio de mecánico y enviaba dinero a su madre, como tantos y tantos de su tierra y generación. Pero no tenía papeles. Era 1941 y el camino más rápido y seguro era pasar al menos seis meses en el ejército de Estados Unidos. Pero el destino juega con cartas marcadas. Solo llevaba tres días de soldado cuando Japón bombardeaba Pearl Harbor. EEUU entraba en la II Guerra Mundial. De ahí que acabara en la playa de Omaha.
«Muchos murieron en la propia lancha, por las balas de la MG 42. Otros se ahogaron al saltar, por el peso de sus equipos y lo complicado que era nadar en esas condiciones», nos cuenta Arenas y al hacerlo nos parece oler la pólvora, el fuego y la sangre. Fue una carnicería. Otero tuvo suerte en ese primer punto. Su lancha fue de las primeras, tocó tierra a las 7:40, y la marea era baja entonces. Aunque eso conllevaba otro peligro. Tocaba caminar con el agua hasta la cintura. El fusil metido en un plástico y una carta de Eisenhower en el bolsillo para recordar al enemigo que era soldado estadounidense. Otero servía a las órdenes del teniente William T. Dillon. El hombre que le eligió, junto a otros dos soldados llamados David Arnold y John P. Ford, para tomar un búnker, especialmente activo y letal. Avanzaron, alcanzaron unas rocas tras las que tomaron aire y siguieron adelante, cortando y superando unas concertinas. El objetivo parecía que estaba al alcance de la mano. Pero la marea había obligado a los aliados a cambiar los lugares de desembarco y esa era tierra sembrada de terror. Una mina acabó con la vida de los dos que iban delante. El teniente y el soldado Manuel Otero. Hay quien dice que no fue el teniente, sino el soldado Ford. Pero eso aquí nos da igual. Esta es la historia de aquél gallego. El que fue olvidado como tantos héroes anónimos de un país ingrato. Por eso tecleo hoy estas líneas. Por vasco y por asuntos de familia sé lo que supuso emigrar en esos tiempos. Y cómo el olvido fue peor que la muerte para mucha de aquella gente. Olvidar a Otero es una ofensa a un pueblo, como el gallego, que no sé si tendrá un paisano en la luna, pero tuvo uno en Omaha. Nadie fotografió su huella. Ni hubo frase para la eternidad. Pero aquél hombre murió en una playa buscando un futuro para él y para todos. Para usted y para mi. Por eso, gracias Manuel por formar parte de aquella gesta.
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