50 años de sueños rotos
Medio siglo después del asesinato de Martin Luther King, una nueva generación ha heredado su causa
mercedes gallego
Martes, 3 de abril 2018
Boom! A las 6.01 de la tarde, una bala certera, sólo una, sirvió para poner fin a la vida de Martin Luther King e ... incendiar todo el país. Era 1968, el año más convulso en la historia de EE UU. Los negros salieron de sus guetos y prendieron fuego a las ciudades. Los soldados masacraron la aldea vietnamita de My Lai. Los estudiantes tomaron las calles de todo el país. Los manifestantes blancos cobraron como nunca en la Convención Demócrata de Chicago. Robert Kennedy fue asesinado. Nixon fue elegido presidente y hasta Jacqueline Kennedy se casó con Onassis. ¿Dónde quedó el sueño?
La víspera de su asesinato Martin Luther King, más lúgubre que de costumbre, atribulado por el devenir de un movimiento pacífico que se le escapaba de las manos, barruntaba su propia muerte en su último discurso. Ya se lo había dicho a su esposa cuando vio enterrar a John F. Kenndy. «Coretta, eso es lo que me va a pasar mí. Este país está enfermo». En el avión que le llevó a Memphis el piloto pidió disculpas por el retraso, con Martin Luther King a bordo habían tenido que asegurarse de que todo estaba en orden, revisar el equipaje y hasta custodiar el aparato toda la noche. «Y llego a Memphis y me empiezan a hablar de las amenazas de ahí fuera. ¿Qué me ocurriría a manos de alguno de esos hermanos blancos enfermos?».
De acuerdo a la versión oficial, James Earl Ray ya había alquilado una habitación frente al Motel Lorraine y se había comprado el rifle con el que le metería una bala del calibre .30-06 por la mandíbula. Si en Nueva York diez años antes la punta de la navaja con que le apuñaló una desequilibrada se quedó al filo de la aorta, la bala del Remington no tuvo misericordia. Le rebanó la yugular con tanta fuerza que le arrancó la corbata y bajó por su espina dorsal. King cayó violentamente sobre el balcón.
«No me importa, porque ya he estado en la cima de la montaña y he visto desde allí la tierra prometida», dijo esa última noche. «Como a todo el mundo me gustaría vivir una larga vida, la longevidad tiene su lugar, pero yo sólo quiero hacer la voluntad de Dios, y él ya me permitió llegar hasta la cima de la montaña, mirar desde arriba y ver la tierra prometida. Puede que no llegue a ella con vosotros, pero quiero que sepáis que llegaréis».
Cincuenta años después, los estudiantes vuelven a manifestarse como en el 68, entonces contra la guerra ahora contra las armas de guerra en casa, con un grito de guerra lanzado hace dos semanas por su nieta de 9 años, a pocos metros de donde proclamó su sueño. «El de mi abuelo era que sus hijos no fueran juzgados por el color de su piel. El mío es que ¡Ya basta! ¡Punto!», proclamó Yolanda Renee King.
«Redistribuir el sufrimiento»
Las armas se llevaron a King, a Kennedy, a Malcom X, a John Lennon, a los 17 de Parkland, los 26 de Sandy Hook, los 33 de Virginia Tech, los 58 del concierto en Las Vegas, los 16 del cine en Aurora y los 15 del Instituto Columbine. Esos son los que aparecen en las portadas, pero otros 650 que no se nombran mueren cada año en Chicago, 38.000 en todo el país. Los estadounidenses tienen 128 veces más posibilidades de morir de un tiro que de un ataque terrorista. Y los negros, tres veces más que los blancos en un estado diverso como Arizona, 26 veces más en uno como Wisconsin, donde sólo representan el 6,6% de la población. La disparidad se reproduce también en desempleo, encarcelamiento y, qué decir, violencia policial.
En sus últimos días, después de haber peleado el derecho al voto y hasta la guerra de Vietnam, el reverendo King volvió la vista a las desigualdades económicas. Planeaba una gran marcha a Washington con desarrapados de todas las razas y había pedido a sus seguidores, esa última noche, que ejercieran su poder económico para boicotear productos como la Coca Cola o el Wonder Bread, que pagaban sueldos de esclavos. «Hasta ahora los únicos que sentían el dolor eran los recolectores de basura. ¡Redistribuyamos el sufrimiento!».
Si levantase la cabeza 50 años después se encontraría con logros que ni siquiera se atrevió a soñar, como la elección de Barack Obama, votado como presidente cuando todavía la mayor partes de los estadounidenses ni siquiera ha tenido un jefe negro. El país es mucho más diverso que el que le tocó en los cincuenta, 90% blanco, pero su sueño, ese que le costó la vida, sigue intacto, heredado por una generación que ha sucumbido al consumismo y reparte por igual los sueldos de miseria. No será Donald Trump quien le rinda hoy homenaje en Memphis, pero toda una generación sigue teniendo causas para su impenitente activismo.
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