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40 familias dormían en la casa cuartel la noche del atentado. «El piso de arriba no existía al despertarme».

«No solo querían matar a guardias civiles sino también a sus hijos»

Dos de los niños que sobrevivieron al atentado de ETA contra la casa cuartel de Zaragoza evocan el ataque en su 30 aniversario

LORENA GIL

Miércoles, 2 de mayo 2018

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Cuando Miguel (nombre ficticio) abrió los ojos «se estaba cayendo todo». El piso de arriba no existía y debajo solo había un abismo de escombros. «Llovía, ese día llovía. Y olía a explosivos... Entonces, lo supe», describe. Tenía trece años y dormía plácidamente en su cama. 11 de diciembre de 1987. Pasadas las seis de la mañana, tres miembros del «comando Argala» de ETA hacen explotar un coche-bomba cerca de la puerta principal del acuartelamiento de la Guardia Civil de Zaragoza, en el que vivían unas cuarenta familias. 250 kilos de amonal. Los terroristas mataron a once personas –tres eran agentes del instituto armado–, cinco de ellas niñas de entre 3 y 14 años, e hirieron de diferente gravedad a más de setenta. Miguel y su hermano, de once, se quedaron huérfanos. También falleció en el atentado su hermana pequeña, de solo siete años.

Han pasado tres décadas pero, por razones personales y familiares, Miguel prefiere hablar desde el anonimato. Guarda cada detalle de aquel día y de los que le siguieron. ETA le arrebató siendo un niño a su familia y su vida cambió por completo. «Yo era feliz, siempre me estaba riendo, pero después de aquello era raro verme una sonrisa», reconoce. Tras la explosión recuerda ver la figura de su hermano entre los escombros. «¡No te muevas!», le gritaba para evitar que se cayera por el agujero en el que se había convertido el edificio en el que residían. «Solo quedó una esquina de nuestra habitación. El resto ya no estaba», apunta. Los bomberos les rescataron y fueron trasladados en ambulancia al hospital. «Yo tenía la pierna rota, pero ni me había dado cuenta», evoca. Amigos, profesores y compañeros del cuartel pasaron por su habitación. «Y no venían quienes tenían que venir»: Sus padres y su hermana pequeña, a la que daba «un beso cada noche antes de dormir». Nadie les dijo ni a él ni a su hermano que habían fallecido. Pero ellos lo supieron «al instante». «Yo lloré una barbaridad, no entendía por qué nos habían hecho eso, no habíamos hecho daño a nadie. Nunca te imaginas que van a matar a niños», expresa. Tampoco fueron al entierro. «No nos dejaron».

El 'comando Argala' utilizó 250 kilos de amonal para atacar la casa cuartel de madrugada

Dos días después de la masacre, más de doscientas mil personas marcharon por las calles de Zaragoza para condenar el atentado terrorista y apoyar a las víctimas. En representación del Gobierno central asistieron al funeral los ministros Narcís Serra y José Barrionuevo, que fueron abucheados por muchos familiares de los fallecidos y heridos. En aquella época, el Ejecutivo socialista de Felipe González mantenía una ronda preparatoria de negociaciones con la banda terrorista, que se plasmarían en 1989 en las llamadas «Conversaciones de Argel».

A los pocos meses, Miguel y su hermano fueron trasladados al colegio de huérfanos de Madrid de la Guardia Civil. «Y eso fue la puntilla». «Pasamos la barrera, con agentes en la garita, todo estilo militar... El primer día estuvimos deambulando por allí con otro niño del mismo atentado que el nuestro, hasta que nos cruzamos con tres chavales. Nos pidieron un cigarro y como no teníamos nos dieron un guantazo», relata.

Antes de en Zaragoza el padre de Beatriz estuvo destinado en Navarra. «Al llegar aquí nos decían que no podía pasar nada». OLIVER DUCH

– ¿No recibieron ayuda, alguien con quien desahogarse?

– Había un cabo que era psicólogo. En los cuatro años, más o menos, que estuve allí, creo que solo estuve una vez en su despacho.

«Disciplina, horarios... Fue muy duro. Tiempo después, esos mismos críos que nos pegaron nada más llegar se convirtieron en grandes amigos. A día de hoy, todos nos llamamos hermanos». Cuando cumplió los 18, Miguel abandonó el internado y se metió en la academia.

– ¿Qué le llevó a seguir los pasos de su padre?

– Quise serlo desde pequeño. En el cuartel nos subíamos a los coches y poníamos la sirena... Yo era un poco gamberrillo.

Le destinaron «cerca de Bilbao». «La gente no quería que la Guardia Civil estuviera allí y era conflicto tras conflicto. Hasta que llegó un momento que se me fue la cabeza», reconoce. «Llevaba ya cinco o seis años trabajando y fue la primera vez que empecé a temer por mi vida. Miraba los bajos del vehículo, iba con arma por la calle... Pensaba que alguien me seguía», explica. Miguel cambió de destino, con la esperanza de que los síntomas mitigaran. Mejoró. Pero a los cinco años, esa «ansiedad» volvió. «El estrés postraumático no se puede controlar», lamenta.

Estuvo en tratamiento. Le aconsejaron que se alejara por un tiempo de todo lo que tuviera que ver con la Guardia Civil, compañeros incluidos. «Ese día perdí parte de mi vida», asume. Se retiró en 2009 y hoy hace «vida de jubilado». Hace seis años que empezó a hablar de aquel 11 de diciembre con su hermano. «Nos vino bien a los dos», reconoce.

Fuegos artificiales

Ellos no fueron los únicos niños que salvaron de milagro sus vidas esa mañana. «Jugábamos todos en el patio del cuartel –recuerda Miguel–, seríamos cerca de treinta». Una de las crías era Beatriz Sánchez. Cumplía cinco años el día en el que ETA decidió volar el cuartel de Zaragoza. Su familia le había preparado una fiesta, pero nunca se celebró. «Yo no entendía nada. Recuerdo que decía que, como era mi cumpleaños, habían comprado fuegos artificiales y se les había ido la mano...», revela.

A Beatriz le cayeron el techo y la puerta encima. Su hermano, de once años, apareció debajo de su cama, «no sabemos si por la onda expansiva o fue por instinto de supervivencia», y sus padres salvaron la vida «gracias a la vecina de abajo». «La mujer cosía de día, así que le dijo a mi padre que para que pudiese dormir a esas horas sin que le molestase el ruido de la máquina, cambiara su dormitorio a una habitación que no estuviese sobre la zona de costura», explica. El matrimonio optó entonces por mover su cama. Cosas del destino, la habitación que dejaron libre quedó destrozada por la bomba.

Murieron once personas, entre ellas tres guardias civiles y cinco niñas de entre 3 y 14 años

Beatriz y su familia llevaban solo seis meses en el cuartel de Zaragoza. Antes, habían pasado por los de Lekunberri y Los Arcos, ambos en Navarra. Ella, de hecho, nació en Estella. «Al haber vivido allí, mi padre tenía la costumbre de mirar los bajos de los vehículos, pero los compañeros siempre le decían: »Aquí no va a pasar nada«. Y mira, pasó. No solo querían matar a guardias civiles sino también a sus hijos, por si pudieran acabar siéndolo también», expresa. Durante un mes, les reubicaron en un hotel. «La Guardia Civil venía a buscarnos y nos llevaba y traía del colegio», recuerda. Al año, se cambiaron de centro escolar. «En el nuevo no podíamos decir a qué se dedicaba mi padre y mis amigos nunca vinieron a nuestra casa. Yo decía que era camionero», relata Beatriz. Su madre les leía todas las noches a ella y a su hermano para que se «relajasen» y pudieran dormir.

– ¿Hablaban en casa del atentado?

– Era un tema tabú. Cada año, con motivo del aniversario, salían imágenes en televisión del estado en el que quedó el cuartel. Siempre sacaban mi muñeca «pepona» rodeada de escombros. Me tocó año y medio antes en una tómbola de las que ponen por el Día del Pilar. Pero mi padre cambiaba enseguida de canal.

Las secuelas les han acompañado con el paso del tiempo. Su madre sufrió un brote psicótico a raíz de los atentados yihadistas contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo en enero de 2015 y el cometido en Túnez meses después. «El »chip« le saltó 27 años después, es algo que nunca sabes cuándo va a pasar», lamenta. Beatriz tuvo un niño hace dos años y medio. «Su nieto es lo que le da la vida», sonríe.

Cansada del silencio por respuesta. Con 18 años Bea decidió «abrir la caja de pandora». Se asoció a la AVT y «tras papeleo y más papeleo, se me abrieron los ojos: Las administraciones te pueden dar la razón, pero la Justicia no existe», reprocha. Beatriz sigue residiendo en Zaragoza. Acude cada año al lugar del atentado. No falta a ningún aniversario. Miguel se acerca hasta allí cada vez que pasa «cerca de la ciudad». «Es una sensación extraña, ha cambiado tanto...», se sincera. Donde se levantaba el cuartel de la Guardia Civil se construyó después el «Parque de la Esperanza». Allí se reúnen ahora los críos del barrio. Escalan por encima de las estatuas que recuerdan a aquellos niños que perecieron hace treinta años. Bajan por el tobogán y juegan a la pelota. Es el mejor homenaje.

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«No solo querían matar a guardias civiles sino también a sus hijos»