La Constitución y otros símbolos patrios
Somos animales simbólicos. Lo saben los curas, los expertos en marketing y también los políticos. Los símbolos son como ideas encapsuladas, demasiado simplificadas, que apelan ... a nuestras emociones más primarias. Pero «cuando estos se convierten en dogmas -explicaba Fernando Savater, el filósofo- los hombres se convierten, a su vez, en esclavos ideológicos». Por lo que recomendaba «conservar la capacidad crítica, incluso frente a lo que todos sacralizan».
Algo de esto le ocurre a la Constitución española, 'sancta sanctorum' de un nuevo fundamentalismo de carácter simbólico: el patriotismo constitucional. Una dieta demasiado abundante en hierro y calcio que no a todo el mundo le resulta fácil de digerir. En su afán por hacer de ella un trágala irrenunciable, una especie de doctrina de la fe de estricta observancia, más que un conjunto de normas de convivencia que nos hemos dado hasta que sea preciso consensuar reglas nuevas, se ha simplificado tanto el mensaje de la Carta Magna que lo hemos dejado en el puro esqueleto, como si no hubiese más mandato en su articulado que el de preservar la unidad de España y quien pretenda alentar una alternativa se convirtiera necesariamente en un sedicioso separatista o un peligroso «filoetarra» dispuesto a «subvertir» (trastocar, revolver, perturbar, poner patas arriba o trastornar) el orden constitucional vigente al parecer 'sine die'.
No cabe duda de que la política es -hoy más que nunca- tensión y, sobre todo, competición y de que todo poder, como decía Honoré de Balzac, deviene en «una conspiración constante». Pero a la vista está que también algunas cosas han cambiado para bien, aunque haya quien prefiera no darse por enterado, para seguir jugando a ser el «campeón de las esencias» acusando al resto de «hereje», por aquello de practicar «el señalamiento constante del discrepante», que decía el señor Feijóo aludiendo exclusivamente a la parte que le duele.
Entre los avances democráticos más significativos de la última década (coincidiendo con el fin de ETA) está el que las fuerzas independentistas no solo se hayan sumado con normalidad a las instituciones del Estado, sino que se hayan convertido en garantes de su estabilidad ayudando al Gobierno a aprobar algunas leyes de interés general ante la difícil encrucijada socioeconómica. Lo cual no significa que hayan renunciado a su pretensión de tener algún día un estado propio. ¿Paradójico? Puede ser. Pero al margen de que hoy no se den las mejores condiciones para abrir ese melón, viviendo como vivimos en un clima guerracivilista, habrá que convenir que están en su legítimo derecho de soñar a lo grande con adorar sus propios símbolos, sin ser acusados por ello de deslealtad o de traición a la Constitución, como si en lugar de ser esta un conjunto de cláusulas creadas para reconocer y garantizar todos los derechos -incluidos los forales e históricos que evidencian la plurinacionalidad del Estado- y las libertades -incluida la de poder disentir de la actual configuración de este- fuese una especie de cepo que obliga a la obediencia y la resignación.
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