Desde que el Gobierno y los partidos han decidido utilizar la Justicia como si fuera el circo romano, los tribunales españoles no dan abasto intentando ... contener el ímpetu de los gladiadores y poner un poco de sensatez en la arena política española. El TSJ de Madrid ha decidido rechazar la primera querella por prevaricación interpuesta contra un magistrado por un presidente, Pedro Sánchez, en un intento de apartar al irreductible juez Peinado del caso que instruye sobre su mujer, Begoña Gómez, y la Audiencia Nacional ha hecho lo propio con la reclamación interpuesta, con precipitado entusiasmo, por el PP contra el PSOE por supuesta financiación ilegal, por carecer (de momento) de base argumental probatoria. Pero los socialistas ya anuncian que interpondrán otra querella contra los populares por difamación; tal y como ha hecho el novio de Isabel Díaz Ayuso al demandar a Sánchez y a Bolaños por calumnias e injurias al llamarle «delincuente confeso» a sabiendas de que solo lo será cuando confiese su culpabilidad ante un juez y que, por ahora, se trata de un particular litigando por un impago con Hacienda.
Que los partidos políticos pretendan instrumentalizar a los tribunales de Justicia para resolver sus disputas no es nuevo. Pero, tras darse a conocer el informe de la UCO que coloca al Gobierno en sus horas más bajas ante la triple investigación (mediática, policial y judicial) que se viene llevando a cabo en base al llamado 'caso Ábalos/Koldo' y que podría terminar implicando a varios ministerios y personas cercanas al presidente (o incluso a él mismo), parece haberse desatado el nerviosismo a diestro y siniestro, lo que está provocando un incremento innecesario de querellas infundadas en los juzgados, donde la imparcialidad y la legalidad son factores clave y la lógica política puede y debe de estar ausente.
En la práctica, la interposición de demandas judiciales funciona para nuestra clase dirigente como una herramienta propagandística más para poner en cuestión la reputación de ciertos líderes o la legalidad de sus decisiones o actuaciones, incluso antes de que se produzca una sentencia en firme. La mayoría de los demandantes no busca obtener justicia, persigue fines más inmediatos: minar la credibilidad del adversario, frenar o desacreditar iniciativas legislativas o generar un impacto mediático que favorezca una determinada narrativa y nos ayude a ganar eso que se llama ahora la batalla del relato. Pero lo que el ciudadano percibe de esta guerra en los juzgados es un embrollo de consideración que en nada contribuye a dignificar el papel de las instituciones y los poderes del Estado, pervirtiendo su correcto funcionamiento en un sistema en el que la separación de poderes debe ser la norma y no la excepción. Se trata de una inadmisible falta de respeto hacia los tribunales de justicia, instituciones creadas para proteger los derechos y garantizar el cumplimiento de la ley y no para dirimir quién tiene la razón y quién miente en el debate público. La Justicia no está para eso.
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