El velo masculino
La extrañeza que causa el trapo que nos ha impuesto el virus suscita fantasías
Confieso que le estoy cogiendo cierto gustillo a la sensación de desconcierto que me produce salir a la calle enmascarado. Me desconciertan mis propias fantasías ... surgidas de la extrañeza. Me veo en la puerta de casa ajustándome primero la careta, luego los guantes, cogiendo la bolsa de la compra con un aire frío, eficaz, profesional, como si lo hubiera hecho toda la vida. Y tengo la sensación de que voy a atracar un banco; o sea, de que fuera, en la calle, me espera la furgoneta en la que mi banda y yo nos daremos a la fuga.
De pronto, en el paseo que me lleva hasta la panadería de mi barrio, me siento una mujer musulmana que se cruza con otras veladas paisanas en una callejuela de Beirut o de Damasco y me veo repitiendo con una inclinación reverencial de cabeza «salam aleikum». También siento el efecto de que hubiera llevado el niqab tapándome el rostro desde la niñez. A mitad de camino ya me transformo en el marido de la musulmana, en un islamista radical al que el Covid-19 ha puesto en su sitio.
Pienso en ese trecho que lo que no consiguió la Modernidad lo ha conseguido un virus: imponernos a muchedumbres de machistas el velo que imponíamos a nuestras parientas. Siento ese trapo en la cara como una humillación y caigo en la cuenta de la auténtica guarrada que es poner a las chicas esa mordaza. Me arrepiento de un modo sincero, y no sólo eso, sino que «prometo ver la alegría, escarmentar de la experiencia y nunca, nunca más usar la violencia». En estos momentos, como el lector puede apreciar, ya soy un musulmán moderado y reconvertido al feminismo occidental.
Por fin llego a mi destino. Veo a una docena de enmascarados y enmascaradas en la cola del pan. Reconozco a una vecina que tira de la correa de su perro, un gran mastín que lleva puesto un bozal y que sugiere divertidas similitudes con su propietaria. De hecho, ella es muy parlanchina, pero ahora se reprime. Todos estamos fuera del establecimiento respetando entre nosotros la preceptiva distancia de metro y medio. Entonces vuelve la fantasía del atraco. Parece obvio que vamos a dar en esa tahona el golpe del siglo: un botín incalculable de tortas de maíz y de panes gallegos. Pero, en ese mismo instante en el que me propongo sacar mi recortada, paso a ser miembro de un competente equipo de cirujanos dispuestos a intervenir quirúrgicamente a la panadera no sin antes tenderla sobre el mostrador a modo de quirófano. Por fin me toca el turno de acercarme a ella y me reprimo las ganas de soltarle: «Estése tranquila, no va a notar nada, está en buenas manos». En lugar de eso, digo con una inevitable sensación de traición a mí mismo: «Por favor, una baguette y un pan de espelta».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión