Inmigración y muerte en la frontera del Bidasoa
Movimientos de solidaridad y redes de acogida, a ambos lados del río, humanizan una oscuridad que nos degrada a todos
Pedro Oliver Olmo
Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha
Domingo, 2 de marzo 2025, 00:01
El río Bidasoa es una más de las fronteras interiores de Europa. Francia la cerró en 2018. Hubo reacciones. Hay noticias. Pero no se conoce ... la realidad del Bidasoa como frontera. En nuestra mente televisiva nos han dibujado otras fronteras que se han hecho más tristemente famosas, por peligrosas, con los colores de las alambradas y las concertinas cortantes, con figuras humanas que recorren largos caminos de hambre, clandestinidad, miedo, extorsión y violencia, entre México y EE UU o entre las Islas Canarias y el ancho mar, entre Ceuta y Melilla y las costas de Málaga, Granada y Almería, y más allá, entre Libia y las islas griegas, o en Lampedusa y frente a las playas de Italia, entre la superficie agitada y el fondo del mar.
Imágenes de sombras ocultas y números perdidos. Hombres y mujeres, familia asustadas y muchedumbres que avanzan sin parar. ¿Cómo medir esa ilusión y ese dolor? Las cifras son inexactas, pero de un grosor estimable. Miles y miles mueren intentando llegar, saltando y cayendo desde lo alto de las vallas, huyendo y cayendo desde las piedras y los espigones, navegando y cayendo al mar.
Hasta no hace mucho nadie había podido añadir nada sobre el Bidasoa a las trágicas representaciones de la migración ilegal, porque nadie nos había contado nada sobre el sufrimiento de los migrantes (y los ahogados) del río Bidasoa. Ignacio Mendiola lo ha hecho. Este profesor de sociología de la UPV/ EHU ha realizado una solvente investigación que ha explicado en un libro lleno de testimonios, donde las personas migrantes son las grandes protagonistas. Nos llama a la deliberación más profunda e indignada, con conceptos reflexivos precedidos de un título poético y enigmático y un subtítulo que nos arroja a los ojos los contenidos más atroces de esta tragedia humana: 'La danza de las luciérnagas. Vivir, pasar y morir en la frontera del Bidasoa' (Pamplona, Katakrak, 2024).
Es la «ruta española». Por el Bidasoa pasan o no pasan migrantes que llegan desde muy lejos, sobre todo de África. Paradójicamente acaban de cruzar el mar. Están ya en Europa. Pero delante, separando España de Francia, tienen una raya más. Ese río. Han hecho lo indecible, gastándoselo todo por una vida mejor y huyendo de lacras que, de tanto como hemos repetido -la miseria, la inseguridad, la guerra, la corrupción, la explotación, la desesperación-, se han convertido o en el ruido de una lluvia fina que no se percibe, o en la detestable cantinela que cada vez más europeos no quieren escuchar, apoyando y votando, eso sí, la retórica xenófoba que culpa a la inmigración de las necesidades no cubiertas, la inseguridad y la criminalidad.
Entretanto, algunas organizaciones denuncian o desobedecen medidas de deportación arbitrarias e injustas, inhumanas, mientras asisten a estas personas recién llegadas, informándolas sobre sus derechos y ayudándolas a aguantar, a aliviarse un poco, a seguir caminando, a seguir viviendo con esperanza.
Hemos construido un «mundo-frontera» enfrentado a «cuerpos-frontera», personas migrantes que llevan «en su piel la aventura de la huida». Y hemos convertido Europa entera en una gran «geografía fronteriza», con controles policiales militarizados y efectivos, con «centinelas» que vigilan y hostigan, con policías que hacen batidas. Se ha creado un territorio-frontera en el que, junto a las patrullas, los drones y las cámaras de videovigilancia, se expande e intensifica una actitud social de control, la predisposición de vecinos vigilantes que habitan los lugares como si estuvieran conteniendo una invasión.
El territorio-frontera de Europa es una fortaleza difusa hacia adentro, perseguidora constante del indocumentado y el racializado; pero asimismo tiene líneas fronterizas compactas, físicas o artificiales, que agobian a las personas migrantes, bloquean su paso y las obligan a quedarse en un territorio hostil, esperando y malviviendo, temiendo perderlo todo, con más desesperación que nunca por el hecho de estar dentro no estando todavía.
En el intersticio, explica Ignacio Mendiola, se activan movimientos de solidaridad y redes de acogida, una suerte de contrapeso humanitario y político, crítico y propositivo frente a políticas de segregación propias de un capitalismo racial y securitario. Trazan una cartografía invisible que se materializa con personas y colectivos, desde Irún hasta Hendaya, por Urruña, Biriatu y Bayona, a ambos lados del Bidasoa. Es gente empeñada en tratar de otra manera el territorio, humanizándolo como lugar de encuentro, sustrayéndolo de una oscuridad que aunque envuelve al migrante afecta a todos, degradando. Ayudan para reconvertir esa frontera en una geografía transfronteriza. Se trata de un gesto ético-político sorprendente, bello y luminoso. Como la danza de las luciérnagas.
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