Discurso del odio=delito de odio
A las personas se les está limitando gravemente su derecho a hablar. Se está creando una situación de ominosa duda acerca de qué se puede decir sobre ciertos temas
Una sociedad pluralista y abierta como la nuestra convive inexorablemente con la posibilidad de que en su seno se pronuncien discursos públicos que incitan al ... odio, menosprecio, hostilidad o violencia contra determinados grupos humanos, o contra miembros de ellos, definidos en relación con la raza, el color, la religión, la orientación sexual, el origen étnico o la ideología. Es un discurso típicamente fóbico que se ha incrementado en los últimos tiempos, en correlación con el incremento paulatino de la multiculturalidad y de las pautas de conducta diferentes en esas mismas sociedades, porque es reactivo contra ellas. Es el genéricamente denominado 'hate speech' o discurso del odio.
Este tipo de discurso no merece sino condena y rechazo en una sociedad humanista, puesto que va directamente contra los valores de la dignidad personal y de la pacífica convivencia que inspiran precisamente a ese tipo de sociedades. Eso está claro. Pero hay un problema: la cuestión de cómo se combate en una democracia abierta, personalista y no militante como es la española.
Estamos los que creemos, como dice Timothy G. Ash, que en general este tipo de discursos se combaten, precisamente, con más y mejores discursos públicos que los ridiculicen y desacrediten. El Estado democrático no es un espectador neutral de las opiniones que circulan en la sociedad, sino que puede y debe intervenir activamente para promover opiniones acordes con sus propios valores y desacreditar las que, como el discurso del odio, los cuestionan frontalmente atacando la dignidad y el honor de ciertas personas.
Sin embargo, hay otros que opinan que el discurso del odio se combate prohibiéndolo y castigando a quien lo profiere. Opinan que debe utilizarse el Derecho Penal para enfrentar el 'hate speech' encomendando a los jueces la tarea de persecución y castigo de sus autores. Y esta segunda vía es la que predomina en el ámbito europeo y, hoy en día, en la legislación española. La cual ha dado el paso enorme de hacer equivalente discurso del odio (conceptuado además de manera banal e hipertrofiada) con delito de odio en el artículo 510 del Código Penal versión de 2015.
Esta criminalización directa e inmediata de cualquier discurso que fomente, promueva o incite al odio, discriminación o violencia contra un grupo por «motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión, creencias, situación familiar, etnia, raza, nación, sexo, orientación sexual, género, enfermedad o discapacidad» (esta es la inacabable lista legal) provoca una moralización del Derecho Penal español, que se pone al servicio del discurso políticamente correcto y, lo que es más importante, supone un ataque intolerable a la libertad de expresión, que limita gravemente de manera constitucionalmente injustificada. No se trata sólo de que el artículo 510 sea técnicamente pobre e ideológicamente reaccionario (un auténtico engendro jurídico), sino de que pone en cuestión la misma libertad de hablar del artículo 20-1º de la Constitución.
La libertad de expresión pública no es una más de las libertades o derechos fundamentales, sino la libertad crucial. Es un requisito preliminar para la democracia, de origen marcadamente liberal, personalista y 'egoísta'. Es la libertad propia del bufón, del sátiro, del disidente, del hereje, del provocador. La de quien quiere romper con lo establecido, porque para expresar opiniones conformes o neutrales con los valores comunes de la sociedad no hace falta libertad ninguna. Es una libertad 'defensa', fundamentalmente 'negativa': la libertad de no ser castigado por profanar lo tenido por sagrado. Tiene límites, claro está, pero esos límites son sólo los de proteger otros valores personales trascendentes, como el honor o la intimidad de otras personas, o su seguridad ante amenazas serias y creíbles. La moral social o el orden, en cambio, no son admisibles como límites.
Y resulta que el odio es un sentimiento libre. A veces positivo, otras no. Pero es libre. Odiar no está prohibido por norma alguna. Luego no puede ser delito «incitar al odio» porque se está incitando a algo que es legítimo, guste o no, dice G. Teruel. Así de sencilla es la cuestión, por burda que parezca la ecuación. Otra cosa será si esa incitación al odio supone una vejación injustificable y comprobada para la dignidad de otra persona, o genera en la sociedad afectada un riesgo cierto y empíricamente constatable de que personas de ciertos colectivos sufran agresiones o daños como consecuencia del clima hostil generado por el discurso. Entonces será punible. Riesgos y daños ciertos y constatables, no vagos, abstractos e ideológicamente presumidos. Además, debe tratarse de colectivos de personas especialmente sensibles a la posibilidad de violencia en su contra, no de cualquier colectivo indiscriminado, como sucede en teoría para el Código Penal, según el cual es delito gritar «fuera los transexuales de nuestro barrio» pero también lo es chillar «fuera los nazis y fascistas de nuestra tierra», ejemplo señero de una legislación mal pensada.
A las personas se les está limitando gravemente su derecho a hablar. O por lo menos, se está creando una situación de ominosa duda sobre qué se puede decir y qué no en relación con ciertos temas. La duda sobre la vigencia de la libertad no se compadece con un Estado de Derecho democrático, así de claro.
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