Daños del maniqueísmo social
Los dogmatismos levantan muros que impiden consensuar las discrepancias
Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC e historiador de las ideas morales y políticas
Lunes, 19 de octubre 2020, 00:03
En 'Otra ronda', una interesante película danesa que debía haber sido más galardonada en el último Zinemaldia, un profesor de Historia pone hace optar a ... sus alumnos por unos perfiles biográficos. ¿A quienes preferiría votar? ¿A un amante de los animales que no fuma ni bebe, a un borrachín impenitente o a un enfermo mujeriego? Se inclinan por el primero y descubren que han preferido a Hitler desdeñando a Churchill y Roosvelt.
Aunque los temas que interesan a su director (Thomas Vitenberg) son la vida y el amor, el film se sirve del consumo de alcohol como herramienta narrativa. Y lo hace sin maniqueísmos de ninguna especie. Frente a lo partidarios de beber sin tasa y quienes desprecian a quienes no sean abstemios, esta película nos hace ver que no sería esa la cuestión porque se trata de vivir lo mejor posible con los demás, dada nuestra fecunda e imprescindible interdependencia.
Una copa puede achisparnos y potenciar nuestra capacidad para relacionarnos o afrontar un trance que nos desborda. El problema es cruzar una determinada línea, que dependerá ciertamente de cada cual. Esto puede arruinarnos la vida si nos hacemos dependientes del abuso y nos dejamos dominar por lo que podría resultar placentero en dosis más homeopáticas.
Es un mensaje tonificante dados los tiempos que vivimos, en donde todo tiene que ser de un color o su opuesto, sin advertir que la gama de grises cubre un amplio espectro entre los extremos antagónicos. Los hechos alternativos y la posverdad abonan una polarización político-social cuyas consecuencias resultan absolutamente nefastas.
Uno tiene que ser progresista o conservador sin matices y en todos los ordenes de la existencia, como si fuéramos impermeables a los argumentos que pueden hacernos revisar nuestros puntos de vista en el transcurso de los años, como si la experiencia que acumulamos no cambiara nuestra percepción de la cosas.
Nadie puede leer un libro ni ver una película con muchos años de por medio esperando que le cause la misma impresión. Sería descabellado proponerse continuar pensando igual en el parvulario y en la residencia para mayores. Pero esto es lo que parecen querer hacernos creer y suscribir las actuales circunstancias.
El adversario político es la encarnación del diablo, mientras que los correligionarios no pueden hacer nada mal y, si se descubre que así es, toca defenderlos a capa y espada, obviando las evidencias y tapando sus vergüenzas con los posibles desatinos del oponente, lo cual obstaculiza depurar responsabilidades y predicar con el ejemplo.
La bipolaridad es un trastorno mental que causa estragos en quien la padece y en su entorno. Pero asumimos una polarización radical en términos políticos y sociales como si la cosa no tuviese remedio ni alternativa posible.
Con ello se hace saltar por los aires cualquier atisbo de consenso para mantener prietas las filas y no espantar a quienes ya están ganados para la causa, no sea que tengan la tentación de abandonar el redil, como sucedía en la República Democrática de Alemania, cuyas fronteras habría que mantener cerradas a cal y canto.
Un muro de Berlín simbólico lo levantan cada día los dogmatismos de turno, al margen de cuál sea su signo. La convivencia no admite verse obligado a confirmar las propias convicciones y despreciar las ajenas cuando lo suyo es consensuar las discrepancias.
Como nos enseñó David Hume, sólo nos cabe ser escépticos y abrigar conclusiones provisionales que pueden quedar refrendadas o falsadas por lo que nos encontremos a la vuelta del camino. Corren malos tiempos cuando un pensador como Hume queda desvirtuado al reparar en una cita desafortunada.
Si utilizamos esa criba desde nuestra óptica, corremos el riesgo de arrinconar a todos los grandes pensadores. Aristóteles convivió con esclavos, Rousseau era misógino y Kant no se definió acerca del feminismo. Con este tipo de rasero volvemos principio y elegiríamos al genocida por ser abstemio. La reducción al absurdo es así de paradójica.
Ningún humano es perfecto y no podemos exigir a un cineasta, un pensador o un literato que sea necesariamente bondadoso ni sea perfecto. Lo que cuenta es aquello que ha legado a nuestro patrimonio cultural y esto no debe verse desvirtuado por una tropelía en particular.
Combatamos los maniqueísmos omnipresentes por doquier y evitemos caer en la trampa de las polarizaciones. La vida no es así, salvo para lo fanáticos que no reconocen a los diferentes. Leamos y releamos a Hume, Rousseau y Kant, pese a sus carencias personales y que no pudieran saltar sobre la propia sombra de su contexto socio-histórico. Como escribió Diderot en su Enciclopedia, «filósofo es aquel que, pisoteando lo prejuicios, la tradición y el autoritarismo, se atreve a pensar por sí mismo». Cualquiera puede hacerlo.
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