Cuatro amigos
Es posible abordar el futuro desde la aceptación del diferente
El 12 de octubre, el cuartel de la Guardia Civil de mi pueblo, una pequeña localidad de la Montaña Alavesa, apareció ensuciado de tinte rojo ... arrojado a sus paredes, con pintadas que subrayaban que los guardias no eran aceptados y con la bandera constitucional arrancada de su mástil. El hecho, si tan sólo valoramos la afección al inmueble, no pasaría de una anécdota, una gamberrada o una 'performance' sin excesiva trascendencia. Cierto si obviamos tres aspectos importantes del mismo: el primero, el carácter simbólico de la acción; el segundo, su carácter supuestamente político (pues que quienes lo hicieron, seguramente jóvenes, viven imbuidos en la idea de que los vascos vivimos ocupados por un Gobierno colonial español); y el tercero, su carácter desestabilizador en términos de convivencia.
Con respecto al primer punto, es necesario recordar que una acción así pretende provocar un daño moral, que transciende lo meramente material, a través de la humillación pública de la Guardia Civil, a la que se presenta fuera de los límites de nuestro cuerpo social (ethos) y de quienes se sienten representados también en esa bandera. Si abordamos el segundo punto, reconoceremos indicadores inquietantes tanto con respecto a las representaciones sociales transmitidas a estos jóvenes como con respecto a los déficits educativos que les llevan a abordar la resolución de conflictos en el siglo XXI con estrategias del siglo pasado, que pensábamos estaban superadas.
Acerca del tercer punto podríamos decir que hechos así abren 'grietas de vecindad', pues los posicionamientos lo son con respecto a la vieja tensión entre un 'nosotros', bueno por naturaleza, y un 'ellos', malo por contraposición, que no resulta aceptable en términos de ciudadanía o de cohesión. Menos aún en una sociedad tan pequeña, en la que todos se conocen y en la que la solidaridad debiera ejercerse en términos de encuentro con el diferente y no de exclusión del mismo.
No se puede negar que en la percepción de la Guardia Civil en nuestra tierra pesan consideraciones que tienen que ver con graves vulneraciones de derechos humanos ejercidas en el pasado por elementos del instituto armado; la trama verde de los GAL es ejemplo de ello. Aun así, y teniendo en cuenta la limitada actividad que hoy desempeñan sus efectivos en Euskadi, estos hechos del pasado no pueden generalizarse y trasladarse a la actualidad, pues sería injusto para con la mayoría de los agentes y sus familias. Añadiría otra cuestión, y es que si la sociedad vasca camina por senderos de reconciliación y de convivencia futura entre diferentes -eso y no otra cosa es el encuentro en el lugar común de la ciudadanía-, acciones de este tipo no contribuyen a ello; al contrario, lo complican.
Durante años -me remito a la década de los 80- fui testigo cercano de un hecho que resultaba insólito en el terrible contexto de la época. Todos los días se reunían un grupo de hombres, ya jubilados, para tomar unos potes por los bares del pueblo. Santos era capitán de la Guardia Civil, Santi era el comunista del pueblo, Abel el padre de un terrorista de ETA y Enrique un socialista convencido. Los bares La Cepa, La Plaza, La Gabi, El Rubio o El Casino eran testigos de sus conversaciones animadas, sus discusiones y sus risas. No resulta difícil aventurar que sus diferencias ideológicas eran notables, pero construyeron su amistad a base de fijarse más en el corazón de las personas que en su carné de partido. Eran amigos, se querían sinceramente y para ello habían excluido de su relación algo que tanto daño nos ha hecho a los vascos durante décadas: el sectarismo.
La memoria de estos cuatro amigos me ha reconfortado y me ha recordado que es posible abordar el futuro desde el mutuo reconocimiento, desde la aceptación del diferente y desde la empatía hacia el otro. Tan sólo me apena que estos jóvenes se dejen engañar por coartadas patrias; cantos de sirena, los mismos que en el pasado nos arrojaron, como sociedad, contra los arrecifes.
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