Memento mori
Habrá nuevas elecciones porque individuos con poder olvidaron a la ciudadanía a la que se deben, decepcionada y enfadada por lo incomprensible que resulta todo
Catedrático de Historia Contemporánea de la UPV-EHU
Miércoles, 18 de septiembre 2019, 23:28
La decepción por lo ocurrido es mayúscula. La ciudadanía se siente estafada. Ha demostrado más aprecio por la política que los políticos, que han atentado ... contra los principios básicos de tan noble arte. Uno es el de que esta es un instrumento para resolver problemas y no un compendio de reglas perfectas y demostradas. Otro, que la democracia representativa insta a los elegidos a conformar un cuerpo político que busque soluciones y no a que se comporten como abanderados de una causa al completo. Tercero, que el destino una vez electos es acordar para formar gobierno y darle a este un sentido conforme al programa pactado. Cuarto, que lo inestable e imperfecto es el sino de la democracia y que el que quiere tener tanto poder como para no tener que afrontar la incertidumbre es un iluso o un tipo peligroso. Otro, que el orden y el concierto son buenos compañeros en la gestión partidaria -y así lo recompensa el electorado-, pero que la disciplina interna extrema es nefasta si cuestiona el primer valor de la política moderna: el derecho a tener un criterio propio, a expresarlo y a hacerlo valer. Cierro con el último: que el Estado funciona solo, pero que es el Gobierno el que, representando la cambiante voluntad ciudadana, le proporciona la fuerza y la legitimidad para desarrollar políticas concretas.
Salvo los muy cafeteros, la culpa se atribuye esta vez al más cercano a la posición de cada cual. Si uno albergaba la esperanza de una coalición gubernamental de izquierdas estará enfadado con Pedro Sánchez o con Pablo Iglesias. Si era de los que pensaban en un Ejecutivo de centro izquierda se estará acordando del primero y de Albert Rivera. Pablo Casado es el que mejor sale de esta porque nadie contaba con él para ninguna suma. Lo que pasa es que, pasado el enfado -y lo saben bien-, cada ciudadano se volverá a mover en la clave de los tuyos, de manera que la cuestión es cómo retenerlo y evitar que se convierta en abstención.
Para restituir esa confianza median casi dos meses en los que las maquinarias electorales se pondrán a prueba. Y hay que recordar que lo de captar el voto es lo que mejor hacen los partidos y a lo que dedican más esfuerzo y recursos. Con todo, es pronto para saber lo que durará el enfado de cada parroquia, aunque va a ser el factor fundamental de las próximas elecciones.
Esta ha sido una de las situaciones más absurdas que hemos vivido desde la Transición. Salvo, insisto, el Partido Popular, ajeno al disparate porque nadie ha pensado nunca en él -y esa ausencia le será ahora rentable-, el resto ha formulado estrategias alocadas. Sánchez parece todavía afectado por la hombrada que le hizo resurgir de las cenizas y doblar el brazo al aparato socialista y a lo que en otros tiempos llamábamos «poderes fácticos». Tal debe ser esa experiencia que piensa que su diletantismo va a ser recompensado por la ciudadanía, acercándole a la mayoría absoluta. Ante la evidencia de que esto no será así, uno no imagina por dónde saldrá el 11 de noviembre cuando cuente, si acaso, con diez o veinte escaños más y todo siga en el mismo sitio. Igual que no entiendo la alegría de la militancia socialista ante los fracasos pre o post veraniegos de los acuerdos con Podemos. Pablo Iglesias ya no sé si quería o no entrar al Gobierno, pero el catón de la extrema izquierda dice que es mejor controlar a un Ejecutivo más moderado desde fuera, a partir de un programa y teniéndole al albur de su última decisión. Su afán por los asientos nos tiene todavía desconcertados. Y, finalmente, Albert Rivera, fulminando con el entusiasmo de un pirómano un proyecto político de centro y compitiendo con la derecha, incluso más allá de esta. Su desaparición veraniega la han rematado sus estrambotes de septiembre.
Sánchez echa cuentas de qué parte de su electorado podrá rescatar y si ello le posibilitará alternativas a ambos lados del tablero si los naranja pinchan. Más allá de todos ellos, ajenos al ditirambo, los nacionalistas exhiben un sentido común y una gravedad que no parece que sean un problema para la continuidad del país. Lo suicida de las decisiones de todos les convierten poco menos que en estadistas, y su previsible buen resultado se deberá de nuevo a la impericia demostrada por sus contrarios.
Afuera, la realidad. Esa a la que no se quería enfrentar Sánchez con tan incierto pertrecho y compañía. Una nueva crisis económica en lontananza, la sentencia del 'procés' para el día de la fiesta nacional, el Brexit salvaje para finales de octubre, unos Presupuestos en perpetua prórroga que ni recordamos quién los hizo -no sé si no fue Montoro-, otros que si todo va bien se aprobarán en vísperas del verano y alguna otra cosa que olvido o que pasará por su propio estímulo. Situaciones a las que no se puede atender sin el instrumento de un Gobierno y una política, y oportunidades que pasan de largo por eso mismo. Por ejemplo, recuperar la posición del país en una Europa que despide a Merkel, que ve cómo se van los británicos, que mantiene a Italia en su eterna crisis o que incendia la Francia de Macron a cada poco. A qué no se podría aspirar en las reuniones europeas solo con tener a alguien presentable y soportado parlamentariamente.
Frente a esa posibilidad y esas amenazas ha vencido la política de tipos ocurrentes, seguros de sí mismos, con asesores que les calientan la oreja en lugar de recordarles aquello que escuchaban los victoriosos generales romanos: «Memento mori» (recuerda que eres mortal). Esta crisis, como tantas otras, pasará a la historia porque individuos con poder obraron como sonámbulos, olvidando que ahí afuera había gente a la que se debían y situaciones para las que habían sido llamados a dar respuesta. Por eso el enfado: por lo profundamente incomprensible de todo.
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