Y la lucha continúa
No la de las mujeres sobre los hombres, sino la de las mujeres sobre su propio destino, pues dueñas son del mismo
Debería de ser el 8 de marzo un día de victoria. Una fiesta para el recuerdo. La culminación de un pleno acto de justicia. La fecha en la que todas las mujeres de la tierra lograron al fin conjugar libremente los verbos ser y estar. Debería de ser un día en el que simplemente se tomara conciencia de tiempos pasados para no correr el riesgo de repetirlos. Un día de alegría en el que las diferencias fueran diferencias y no excusas determinantes para justificar discriminaciones sociales. Así debería de ser. Pero no lo es.
El 8 de marzo se mantiene aún como un recordatorio para la lucha. Las mujeres no son iguales. Hay hombres que las matan, que las apartan de las decisiones importantes, que las transforman en objetos, que las reducen a puro instinto, que las poseen y que las consideran como a seres llamados a satisfacer sus necesidades. Son hombres-dueño, esos que están convencidos de que el poder pasa por la brutalidad machista, los que despliegan las entrañas para dejar clara su supremacía.
Hombres poseídos por una genitalidad tan primaria que buena parte de su capacidad de raciocinio ha quedado sepultada y paralizada. Hombres que aún miran a las mujeres como lo hacen los animales en celo, como a hembras destinadas a perpetuar la especie, propiedad de quien las posee y desprovistas de los derechos más elementales. ¿No forma esta legión un motivo suficiente para que el 8 de marzo las mujeres clamen por su liberación al mismo tiempo que por la derrota de esa especie de macho idiotizado?
Debería de ser el 8 de marzo una jornada de lucha conjunta. Un día de combate contra el relativismo que nos amenaza a estas horas. Una fecha en la que se abomine de todo relativismo y en la que se pugne por derrumbar todos esos discursos que, amparados en la defensa de la cultura, pretenden imponer criterios anacrónicos y faltos de concepciones plenas de la igualdad. Porque la cultura no puede ni debe ser una razón que justifique la marginación y la discriminación. Ni siquiera Dios puede argumentar en contra de la igualdad. Deberíamos de tenerlo muy presente los hombres cuando hablamos de las mujeres. No son un chiste, ni un perchero, ni siquiera un objeto vacuo del deseo. Son y están. Sencillamente iguales a nosotros.
Por todo ello convendría de una vez por todas que el 8 de marzo se extendiera en el tiempo. Que la batalla continuara hasta la victoria. Hasta que no hubiera diferencias. Hasta llegar a ese momento en el que el 8 de marzo no sea más que la celebración de una victoria. No la de las mujeres sobre los hombres, sino la de las mujeres sobre su propio destino pues dueñas son del mismo.