El confusionismo que viene
La política ha perdido la razón. Ha dejado de ser un arte para convertirse en un impulso. A estas horas, nada es ya lo que parece. En Francia, sin ir más lejos, un país en el que deberíamos mirarnos de vez en cuando, por aquello de las barbas del vecino, viven sobresaltados por el cariz que ha tomado la dinámica política en los últimos meses. Allí, el único partido que ha obtenido claros réditos de la protesta de los llamados 'chalecos amarillos' ha sido, contra toda lógica, el liderado por Marine Le Pen, Reagrupamiento Nacional. Es más, entre los seguidores del citado movimiento de ciudadanos anónimos, un 40% se muestra cercano a las tesis de los ultraderechistas, mientras que tan sólo un 20% simpatiza con la izquierdista Francia Insumisa de Mélenchon. Y esto sin hablar de que los sondeos electorales de cara a las europeas le otorgan a Le Pen un cómodo 24%. ¿Por qué un movimiento surgido del pueblo, formado por ciudadanos, por gente corriente, ha conectado mejor con la extrema derecha que con esos otros que sitúan las reivindicaciones sociales en los primeros puntos de su agenda?
Recientemente, el periodista de 'Libération' Simon Blin alertaba en un artículo publicado en el citado diario sobre la emergencia de un confusionismo a través del cual las reivindicaciones democráticas alimentan el repertorio verbal y propagandístico de la extrema derecha. Estos partidos y movimientos, que tradicionalmente han regalado los oídos a las élites, se alimentan ahora del inconformismo social y de su victimización hasta el punto de que clamar contra lo políticamente correcto se convierte en un acto de progresismo popular muy al gusto de los ciudadanos. Toman las reivindicaciones sociales de la izquierda con el único fin de hacerlas derivar en una especie de exaltación de los nacionalismos identitarios, situando así el discurso en un plano moral del que es muy difícil zafarse. De hecho, y eso bien lo hemos visto las últimas semanas en España, la mayor parte de los partidos políticos realizan actos de fe nacionales a través de los cuales dejan muy clara sus identificaciones nacionales y su amor por la patria.
Evidentemente, Francia no es España, pero los síntomas que se aprecian en el circo político nacional anuncian una climatología muy parecida. El discurso moralista de Vox no sólo obliga a la derecha a desencadenar una batalla por su electorado, sino que empuja a todas las fuerzas políticas a situarse en un estadio del discurso moral en el que las diferencias entre unos y otros se diluyen. Sobre todo en los extremos.
Es sólo cuestión de tiempo que la derecha más extrema española empiece a hablar de pueblo, de ciudadanos y de justicia social -en cierto modo ya lo hace-. Y cuando eso ocurra la izquierda habrá de estar preparada. Eso, si no se ha desangrado ella misma a causa de sus pugnas internas.