Juro que el jueves me senté en mi despacho, con un café como para poner en marcha el Transcantábrico periodístico que llevo dentro, y me ... enfrenté a la realidad. Había investidura en Cataluña y se esperaba al Houdini patrio, señor Puigdemont. La noticia había sido amamantada con fango, estrategia, aceptación de pulpo como animal de compañía y un silencio gubernamental más allá del Mediterráneo que aplastaba la razón. Ignoré mi aprensión por la peluquería de algunos dirigentes mundiales entre los que se encuentra el catalán y traté de centrarme.
Desde la tele advertí un revuelo inusitado; Puigdemont, de cuerpo presente, salía de una bocacalle a paso ligero escoltado por los suyos. Me fijé en que llevaba zapatillas y un traje formal como de investidura y me dije a mí misma que el calzado no era un buen augurio. El fugaz president soplaba sobre su flequillo manteniendo el gesto de un atleta relamido que no convencía. Las cámaras siguieron su ruta hasta una especie de trastienda que daba a un escenario en pleno Arco del Triunfo. Puño en alto, como si fuera parte de las Brigadas Rojas, arengó sobre la traición y cerró con tres líneas victimistas. Visto y no visto, salió por donde había entrado y se le perdió de vista.
Houdini lo había vuelto a hacer; desaparecer en medio del tumulto para, según los rumores, retomar su garantizado exilio. Con un palmo de narices, informadores y policías se quedaron con la boca abierta… Teniendo en cuenta que no montó esta 'performance' cuando murieron sus padres y demostrando cualidades para la magia y el espectáculo, me pregunto qué demonios hace en política dando tanto 'por saco'.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión