Acorralados
Ante su cuesta abajo electoral, Iglesias ha optado por quemar sus naves y apretar a un Sánchez que se creyó más fuerte de lo que en realidad es y hoy ya no se fía de su 'socio'
Cualquiera que hubiese sido el desenlace de esta tragicomedia poselectoral, eran ya claros los términos en que ha venido desarrollándose y, por consiguiente, sus efectos ... previsibles sobre nuestra democracia. En un primer momento, resultaba previsible un desenlace favorable, tras la doble victoria del PSOE, aun cuando la misma le dejase lejos de la mayoría. Ahí estaba la reciente experiencia de colaboración positiva con Podemos durante el año de un Gobierno Sánchez aun más minoritario. ¿Por qué no tomar lecciones de ese prolongado encuentro, más aun cuando los pésimos resultados electorales de Podemos reducían la exigencia de un gobierno de coalición? Todo parecía ir hacia lo mejor en el mejor de los mundos políticos para Pedro Sánchez, y él mismo se pronunció de acuerdo con tales expectativas al día siguiente del 26-M. Solo podía haber un Gobierno PSOE; tocaba a los demás jugadores adaptarse a esa dura realidad. Y sin embargo no ha sido así.
Pronto pudo apreciarse la fragilidad del optimismo de Pedro Sánchez. Entraron en juego las condiciones establecidas por la ley electoral para la designación de los órganos de gobierno de ayuntamientos y comunidades autónomas, adecuadas para un bipartidismo, pero no para situaciones donde la pluralidad abre la puerta a todo tipo de soluciones, incluso las más absurdas. Consecuencia: todo partido, y en primer lugar el más votado, ha tenido que atender en primer término a situaciones que nada tienen que ver con la racionalidad política. Los debates políticos cedieron el paso a una dinámica de ofertas y regateos en un bazar de tipo oriental donde quienes encontraban mayores facilidades eran los minoritarios, y prácticamente desde que uno se situaba el primero en votos, tenía que esperar un asalto generalizado. «Que no gobierne la izquierda», ha sido la primera y única razón de la derecha para alcanzar la gobernación de Madrid. De este modo, por una parte, a pesar de los números, la supuesta hegemonía del PSOE se fue diluyendo; por otra, renació el desprestigio de la propia democracia.
Aunque el verdadero golpe a las pretensiones de Sánchez, y al propio régimen democrático, ha procedido de las dos agrupaciones que, según los resultados electorales, estaban llamadas a hacer posible su Gobierno. Sobre Ciudadanos no vale la pena insistir. Vive forzosamente ensimismado en torno a Rivera. En cuanto a Podemos, lo esencial para explicar su comportamiento tampoco ofrece dudas: todo queda subordinado a la aceptación por Sánchez de un cogobierno, más que de un gobierno de coalición, en cuyo marco la personalidad de Pablo Iglesias pueda afirmarse sin restricciones. Tanto para Ciudadanos como para Podemos es irrelevante el coste para la democracia de este callejón sin salida. En 'Juego de tronos', los intereses de los súbditos no cuentan para quienes compiten descarnadamente por el poder ; para su émulo de Podemos, tampoco.
Lo inexplicable es que Pedro Sánchez haya pasado por alto la acumulación de signos anunciadores del reto de Pablo Iglesias. Hubiera podido exponer de antemano reglas, concesiones, límites y argumentos, evitando un tira y afloja estéril. Así, el espacio público de la palabra fue cedido al líder de Podemos.
Pablo Iglesias es siempre engañoso en sus explicaciones puntuales, basadas en falsas evidencias de las cuales deduce que él siempre tiene razón y que su oponente carece de ella, siendo de paso culpable por esto o por aquello. Sobre este eje ha desarrollado la permanente campaña contra Pedro Sánchez desde que percibió la oposición del socialista a su presencia en el Gobierno. Una y otra vez los portavoces de Podemos repitieron que el gobierno de coalición era «lo natural», sobre el ejemplo de las alianzas de ayuntamiento y comunidad, ignorando que la definición de una política de Estado era algo muy diferente. El acuerdo programático no bastaba, insistían, ya que había que vigilar su cumplimiento por un PSOE siempre escorado hacia la derecha. Oponerse a la coalición, en fin, era traicionar el voto de la izquierda; ocultaban aquí la asimetría de los resultados.
La responsabilidad censurable de Sánchez era sugerida en la cascada de juicios peyorativos. Ha sido una hábil táctica de desgaste, reforzada por las filtraciones a los medios y culminada con la maniobra de poner la supuesta decisión final en manos de las bases. Lástima que tal consulta, sin posibilidad de que nadie argumente antes en contra del Jefe y con preguntas sesgadas, sea pura manipulación. Un «insulto a la inteligencia», según Teresa Rodríguez.
La deriva podía preverse ya cuando todo apuntaba a una convergencia poselectoral entre el mayoritario PSOE y Podemos. Iglesias reproducía la vieja táctica de la Tercera Internacional, de ir erosionando paso a paso al aliado socialdemócrata. Tras la oferta de participación -con serios antecedentes como la apertura de Mitterrand en 1981 a la presencia gubernamental del PCF en Francia- tachada de «idiotez» por Iglesias y la seudo-consulta, Sánchez reaccionó, pero las distancias entre las respectivas políticas catalanas, en la política europea, o incluso en políticas sociales y económicas, estaban ya ahí, y nunca Iglesias hablaba de coincidencias. Por lo demás, sobran las muestras del modo de actuar de Pablo Iglesias en política, pensando solo en su propio poder, sin que importara -frente al acuerdo PSOE-Cs (2016), socavando la candidatura de Carmena en Madrid (2019)- la victoria consiguiente de la derecha.
Ante su cuesta abajo electoral, Iglesias optó por quemar sus naves y acorralar a Sánchez, único medio para alcanzar su fin. Como en ocasiones anteriores, no le preocupa que con ello la democracia sufra un enorme desgaste. Sánchez se creyó primero demasiado fuerte y pretendió ignorar quién era su aliado. Así que acorralados todos.
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