«¡Alemania del Este abre sus fronteras!». Así vivió EL CORREO la caída del Muro de Berlín
Un 9 de noviembre de 1989, hoy hace 30 años, se desmanteló el último vestigio de la 'Guerra Fría'. El periodista Pedro Ontoso viajó a Berlín y fue testigo directo de un acontecimiento histórico
Aquel jueves 9 de noviembre de 1989 yo apuraba la última jornada de una larga semana de once días sin librar a las puertas ... de un 'pelotazo' de fin de semana. Había aterrizado en la Redacción a las siete de la tarde y como responsable del Cierre del periódico buceaba ya en las páginas y rastreaba en los teletipos la última hora de la actualidad para tomar el control de los contenidos. Hacia las 19.15 un 'urgente' de la agencia Associated Press avanzaba una información desconcertante: «Alemania del Este abre sus fronteras». Aquello era una bomba, si es que era verdad. Yo había seguido muy de cerca la situación sociopolítica de Alemania, país al que había viajado ya en cuatro ocasiones como periodista. Había cruzado el Muro de Berlín y había visitado el sector Este, anexionado de facto a la República Democrática Alemana (RDA). Barruntaba que la noche iba a ser larga.
Las noticias eran confusas. A las 18.00 el portavoz del Comité Central del SED (Partido Socialista Unificado), Günter Schabovski, había protagonizado una ruidosa y confusa rueda de prensa sobre la decisión de la RDA de autorizar salidas del país para controlar la hemorragia abierta en la frontera con Hungría, convertida ya en un coladero. La normativa sobre los nuevos visados estaba embargada pero el secretario de Información y Propaganda, presionado por las preguntas de los corresponsales sobre cuando entraría en vigor, aseguró que «inmediatamente». ¿Fue una torpeza? ¿Fue una estrategia deliberada de un sector de un régimen en descomposición? Los medios de comunicación alemanes le dieron credibilidad. A las 20.00 los informativos de la televisión occidental abrían con la decisión de la apertura de las fronteras, una noticia que entraba como un trueno en los hogares de los berlineses del Este. En los minutos siguientes centenares de ciudadanos se lanzaron a las calles camino de los pasos fronterizos.
A las 22.00 las televisiones ofrecen ya imágenes del movimiento de gente hacia la zona del Muro en el lado oriental. Miles de alemanes del Este se concentran en el control de Bornholm Strasse, donde los guardias de fronteras, con sus armas preparadas, no saben cómo actuar. Hacia las 23.00 levantan las barreras sin disparar un solo tiro y la multitud cruza el puente ferroviario hacia el Oeste. A las 23 horas, 28 años, dos meses y 27 días después comienza agrietarse la barrera fortificada, en la que han dejado su vida al menos 140 personas y que supuso casi tres décadas de dolor y sufrimiento. A media noche se producen los primeros abrazos. Esas fotografías llegan a la Redacción de EL CORREO para ilustrar una primera edición. Luego habrá más. Las páginas se actualizarán hasta pasadas las cuatro de la madrugada con una portada en la que aparecen jóvenes berlineses encaramados al Muro ante la emblemática Puerta de Brandemburgo. El ambiente estaba tan cargado, que podría pasar cualquier cosa. Había soldados rusos acantonados y se temía que podrían hacer uso de la fuerza. Pero fue un movimiento pacífico.
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El viaje a Alemania
El viernes 10 me escapé a la costa de Cantabria para cargar pilas. A media mañana, un amigo me localizó en las dunas de Laredo. «Llama al periódico, te vas a Alemania». Hablé con la dirección. «Coge un avión y vuela a Berlín», me apremió Ángel Arnedo, jefe de la Redacción a las órdenes de Antonio Barrena y Antonio Guerrero. Aquel día no pudo ser. No había sitio. Nadie quería perderse aquella cita con la Historia. A Paloma Mendoza, entonces secretaria de Redacción, también le costó conseguir una habitación. La encontró en el Palace, en el corazón de Berlín, a un paso de la Ku'damm, una de las arterias principales de la ciudad. También me reunió un buen fajo de marcos, la moneda alemana. A primera hora del sábado encontré hueco en un avión de Lufthansa, repleto de jóvenes que regresaban de muchos rincones del planeta para vivir aquellos momentos de reunificación, después de más de cuarenta años de cisma sociopolítico y familiar.
Mientras volaba a Berlín, pasaron por mi cabeza todas las sensaciones que había experimentado en mis cuatro viajes anteriores a la ciudad, dividida y troceada desde las conferencias de Yalta (1943) y Postdam (1945), en las que las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial articularon la ocupación y se repartieron Alemania con sus nuevas fronteras. Berlín sería administrada por Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Moscú, incrustada como una isla en zona soviética. Luego llegaría la creación de la República Federal (1949) y la República Democrática (1949), cada vez más alejadas, pese a ser todos ciudadanos alemanes. El 13 de agosto de 1961 se consumó la ruptura. El régimen oriental, decidido a taponar la sangría de fugas masivas, de la noche a la mañana comenzó a levantar alambradas. Luego las reforzó con ladrillos y hormigón. Entre ambos muros dejó una zona de seguridad, conocida como la franja de la muerte, sembrada de torretas de vigilancia, grandes focos y casetas de perros. Aquello parecía infranqueable. Decenas de personas que intentaron sortearlo, murieron bajo las balas de los soldados de frontera.
Yo había conocido el Muro desde el lado occidental. Había subido a las plataformas que superaban la primera barrera, donde berlineses acostumbraban a encender velas solidarias. Había presenciado los cambios de guardia de los soldados rusos en el mausoleo de los caidos en la Segunda Guerra Mundial, custodiados por dos tanques T-34, en el Tiergarten, junto a la Puerta de Brandenburgo. Había visto los cegadores reflectores que iluminaban aquella frontera prohibida y había visto algunas patrullas en su ronda de vigilancia. Me parecía como una inmensa prisión a cielo abierto.
Hasta en cuatro ocasiones tuve la oportunidad de viajar a Berlín y en tres de ellas pasar al otro lado del Muro, diez años de su caida. A través de una línea fantasma de Metro, fuertemente vigilada, y también por el legendario y cinematográfico Check Point Charlie, previo pago de una especie de visado al Ministerio de la Seguridad del Estado. Imponía ver a los' vopos' (contracción de Volkspolizei, la Policía Popular), con sus uniformes caquis y metralletas en bandolera, y a los 'trapos' (Policía de transportes), escrutando tu cara mientras abrían maleteros y deslizaban un carro con espejos bajo los vehículos, acompañados de perros amenzantes. Me los imaginaba disparando contra fugitivos como les habíamos visto en tantas películas. Ni siquiera disfruté, horas después, con las joyas del Museo Pérgamo, pensando en aquellas atrocidades.
En la zona oriental todo parecía soviético: la arquitectura gris y vertical; los monumentos a mayor gloria de Lenin; las estatuas de Karl Marx y Friedrich Engels, padres del comunismo, en un parque sin niños; la mítica Alexanderplatz; la torre-antena de televisión; las tiendas desabastecidas de muchos productos. Pero lo que de verdad me impresionaba era el semblante de los ciudadanos, cabizbajos y con un rictus de amargura. Nada que ver con las caras sonrientes que vería años después. Por supuesto, nadie se atrevía a hablar con un periodista. «La Stasi tiene oídos en todas partes», se justificaban en voz muy baja, en referencia a la temible y tenebrosa policía secreta del régimen comunista, entrenada para neutralizar cualquier disidencia interna. Tu vecino, tu compañero de trabajo, tu amigo podían ser de la Stasi. En una de esas visitas nos acompañó un funcionario del Gobierno federal, que nos llevó a tomar un refrigerio a un establecimiento con mucho sabor y carsima. Creo que era el Café Sybille, que tenía fama de ser un nido de espías y de agentes dobles.
El contrapunto era el templo de Santa María, con fieles pese al ateísmo socialista. La Iglesia jugó un papel fundamental en la caída del Muro, más allá de la geopolítica de Juan Pablo II. En el barrio germanoriental de Prenzlauer Berg, el templo evangélico de Getsemaní reunía cada tarde a más de 2.000 personas en una vigilia de oración por la libertad y los derechos humanos. Las oraciones por la paz se habían extendido por toda la RDA. El párroco Christian Fuehrer lideró en la iglesia evangélica de San Nicolás, en Leipzig, un movimiento que desembocó, el 9 de octubre de 1989, en una gran manifestación de 70.000 personas que marcharon con velas encendidas al grito de 'Wis sind das volk!' (Nosotros somos el pueblo). La Policía no disparó. El régimen de Honecker se desmoronaba. El Muro de Berlín se empezó a escascarillar aquella tarde.
Cuando mi avión aterrizó en Berlín, la ciudad era ya una fiesta. La fiesta de los abrazos. La fiesta de la libertad. Miles de vehículos, los famosos' trabis', atascaban las carreteras en dirección al Oeste. Miles de 'ostdeutsche' (alemanes del Este) atravesaban los puestos fronterizos en una procesión interminable, que eran recibidos entre aplausos por los berlineses occidentales. Los 'vopos' ya no portaban armas, sorprendidos por el vuelco que había dado la situación. Incluso había ciudadanos que les regalaban flores, que a veces rechazaban, avergonzados. En el centro de la ciudad tocaban bandas y fanfarrias y corría la cerveza y el champán. Muchas cafeterías abrieron sus puertas y cerraron sus cajas, repartiendo bebidas gratis a sus hermanos del Este. Berlín era una ciudad colapsada, pero libre.
En la línea del Muro seguía agolpada la muchedumbre. Cuadrillas de jóvenes se habían acercado con escaleras para encaramarse y ondear banderas. La gente coreaba 'Die Mauer muss weg' (Abajo el Muro), una partitura interrumpida en algunos puntos por los mazazos en las paredes del Muro, contra el que la gente descargaba su furia. Había familias con martillos y cinceles que cuarteaban el muro y se aprovisionaban de trozos, mientras algunos paneles se desprendían como las escamas de un fiero dragón que había sido derrotado. En algunos tramos aparecía ya el esqueleto del forjado. En aquellas horas de euforia todos nos sentíamos berlineses, como proclamó John F. Kennedy en aquel discurso histórico en junio de 1963. Eran momentos emocionantes e inolvidables Mi primera crónica se tituló 'Berlín, ciudad abierta'.
Al Muro en limusina
Si el sábado salió gente a la calle, el domingo llegó la apoteosis. Fue un Domingo de Gloria, que se cerró con fuegos artificiales. El día había amanecido gris y fresco con algunos bancos de niebla. Madrugué para realizar un recorrido a lo largo del Muro. Por la noche había contratado a través de la recepción del hotel un guía-traductor con coche incluido. Mi sorpresa fue cuando me encontré a la puerta del hotel una elegante limusina esperándome, el servicio habitual del Palace. No había tiempo para cambios, así es que nos dirigimos al Muro mientras el chófer, yugoslavo, alternaba la radio alemana con una emisora francesa. Era muy difícil avanzar. Había ya miles de ciudadanos del Este que habían cruzado los pasos fronterizos para disfrutar del Oeste. Por fin cumplían el sueño de pisar la otra Alemania. Muchos, que sólo habían conocido los 'trabis' (y no todos los habían podido comprar), acariciaban la limusina. Incluso metían la cabeza por la ventana y pedían marcos. Aquello era demasiado. Me sentía como un personaje de 'Bienvenido míster Marshall'. Aparcamos la limusina y nos metimos en el ambiente.
Los alemanes del Oeste invitaban a desayunar a los de la otra parte, incluso les habían acogido en sus casas ese fin de semana. Voluntarios de la Cruz Roja repartían café y caldo, mientras cocinaban sopa y alubias para atender a los visitantes. Pese a que era domingo, las tiendas estaban abiertas. Mujeres jóvenes compraban cosméticos desconocidos y muchas madres adquirían frutas para sus hijos ante una oferta desconocida. Eran los 'lujos de Occidente' sobre los que les prevenían sus líderes del partido único. Un cuento porque no predicaban con el ejemplo. Mientras los ciudadanos se apretaban el cinturón, los altos cargos del régimen celebraban fiestas privadas en sus 'dachas' con las delicatesen que habían comprado en los exclusivos almacenes del Kaufhaus des Westens, conocido entre los berlineses como el KaDeWe. Los porteros del hotel Palace, que parecían oficiales prusianos, abrían sus puertas a los visitantes, que se acurrucaban entre sus mullidos sofás y se lavaban una y otra vez las manos con los jabones de sus servicios. Estaban descubriendo otro mundo. Pero todo era poco para agasajar a aquella gente que tanto había sufrido. Hasta la Ópera abrió los elegantes salones del palacio para reponer 'La flauta mágica', de Mozart, sólo para los alemanes del Este, y gratis. Había mucho simbolismo. El cuento de hadas se hacía realidad. Del caos se pasaba a la paz.
En los días siguientes comenzó a bajar el flujo de gente. Era el momento de la política. Aproveché para pasar a la zona oriental y contrastar la nueva situación con la RDA que yo había conocido. Desde luego, la gente había perdido el miedo. De hecho, pude comprobar el resultado del asalto a unas oficinas de la siniestra Stasi, donde los ciudadanos sacaron a la calle numerosos archivos. Los jefes de la Policía secreta pretendían deshacerse de documentos comprometedores, pero el pueblo se lo impidió. Ya no tenía sentido, por ejemplo, la cercana prisión en el número 66 de Genslerstrasse, donde se encerraba y torturaba a los disidentes. También visité en la Kommandatura al portavoz de la misión norteamericana Anthony W, Sariti, y el cuartel de las tropas, que recogieron mantas, ropa y juguetes para los que llegaban. Los berlineses estaban muy agradecidos a los americanos, que les salvaron del bloqueo soviético en 1948 a través de un puente aéreo que movilizó durante once meses 213.000 vuelos, que transportaron casi dos millones de toneladas de abastecimientos. Berlín no se murió de hambre ni de frío. Uno de aquellos aviones se conserva frente al aeropuerto de Tempelhof como homenaje a semejante hazaña.
Entre los miles de graffitis que han tuneado la que fue una 'cortina de hierro' infame, uno de los más icónicos (aunque se hizo tras la caída) es el que evoca el famoso beso entre el líder soviético Leonid Breznev y Enrich Honecker, cuando en 1979 sellaron con un abrazo previo su sintonía totalitaria. Aquella historia de amor, letal para muchos ciudadanos, se marchitó, y hace treinta años se produjo la venganza de la historia cuando decenas de miles de alemanes se fundieron en un gran abrazo democrático. Un abrazo interminable y reparador. Ahora, de aquél telón de acero ya sólo queda una cicatriz, un enorme costurón, de 155 kilómetros, 43 de ellos en Berlín, ciudad abierta.
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