En bicicleta sobre el Muro de Berlín
Treinta años después de la caída de esa frontera, aún afloran historias como la de Dieter Wiedemann, que se fugó por amor y para correr el Tour
En la película 'La vida de los otros' se respira la asfixia de los ciudadanos de la Alemania comunista provocada por la vigilancia de la ... Stasi, el servicio de inteligencia de la República Democrática (RDA). Todos se sentían mirados por ojos ajenos, por el vecino, por el supuesto amigo, incluso por un familiar. Todos podían ser espías. Y muchos querían huir, saltar el Muro de Berlín levantado en una noche de agosto de 1961. El cine ha retratado ese mundo en gris: vallas de alambre, niebla, sombras iluminadas solo por las luces de los reflectores. Hasta el sol quería irse al otro lado de la línea de púas.
En 'La vida de los otros' hay un chiste sobre eso: «Honecker (presidente del Comité Central de la RDA) entra en su despacho, abre la ventana, mira al sol y dice: 'Buenos días, querido sol'. El sol le responde: 'Buenos días, querido Erich'. Pasado el mediodía, Honecker vuelve a ver el sol: 'Buenos tardes, querido sol'. Y el sol contesta: 'Buenas tardes, querido Erich'. Después de trabajar, Honecker se acerca a la ventana y le dice: 'Buenas noches, querido sol'. Pero el sol no le contesta. '¿Qué pasa?', insiste. Entonces habla el sol: '¡Vete al diablo! Ahora estoy en el oeste'. Estaba ya en la pared occidental del muro, donde se podía respirar. Como el sol, muchos ciudadanos del Berlín del este se acostaban soñando con el oeste. Y no sólo por cuestiones políticas o ideológicas.
El futbolista Lutz Eigendorf, la estrella del Dynamo de Berlín y niño mimado del director de la Stasi, lo tenía todo: privilegios, éxito, una familia ideal... Pero se sentía acorralado, preso. Añoraba la vida desentendida, divertida y nocturna de los futbolistas del oeste. Quería vivir sin barreras. Así que se largó. Lo pagó. Primero le quitaron la familia. Un agente de la Stasi sedujo a su esposa, se casó con ella y le cambió el apellido a sus hijos. Y después le asesinaron. Había que dar ejemplo.
Planificó la huida para estar con su novia en un viaje al Oeste para disputar una carrera preolímpica
Adiós al Muro
El ciclista Harry Seidel cruzó el Muro por solidaridad. Iba y venía por los túneles que sorteaban la vigilancia. Guiaba a familias que escapaban de la desolación, del sonido de la botas de cuero negro y de aquel aire de cemento. Con 20 años era una de las promesas del ciclismo en la RDA, donde se rendía culto a los ídolos deportivos, embajadores de la virtudes del sistema comunista. Seidel no se plegó. Eludió afiliarse al partido. Mal síntoma. Se negó a someterse al plan estatal de dopaje. Peor. Acabó en la lista negra, vigilado día y noche por los mil ojos de la Stasi. No fue el ciclista que pudo ser. Tiene otro palmarés en el que figura el agradecimiento eterno de muchos huidos en aquellas noches de miedo y silencio por las galerías que sorteaban el Muro y amanecían donde el sol mandó a la mierda a Honecker.
A otro ciclista, Dieter Wiedemann, le movió el amor para atreverse con aquel viaje, tan corto como peligroso. Con 19 años se enamoró para siempre de Sylvia, una niña de 14 años que venía con sus padres desde el Oeste para visitar a sus pobres familiares del Este. Durante un tiempo se cruzaron cartas, adolescentes, precavidas. Sabían que la Stasi también las leía. Nada de política; sólo caricias entre letras. Sylvia estaba dispuesta a renunciar al sol, a la Alemania occidental, para ir a vivir con Dieter. Él era ya un corredor de prestigio. Acababa de ser tercero en la Carrera de la Paz, que era algo así como el Tour de Francia del mundo comunista. Podría vivir bien si se ajustaba al uniforme de la RDA. No. No podía permitir el sacrificio de Sylvia y, además, guardaba desde los diez años un sueño descubierto en la fotografía de un calendario escolar: correr el Tour de Francia. Todo lo que quería estaba en la otra orilla de Berlín. A un salto.
Cita en la estación
La vigilancia era envolvente. Los 'Lada' circulaban por las calles. Los fieles a la Stasi observaban tras el reflejo de los cristales. La ciudadanía, acobardada por la mano cruel del régimen, colaboraba. Cualquier gesto sospechoso quedaba anotado por los oídos de la Stasi, como se ve en 'La vida de los otros'. Wiedemann fue cauto. Soñaba en silencio. Como miembro del equipo olímpico que preparaba los Juegos de Tokio de 1964, iba a competir un fin de semana en la Alemania occidental, en Giessen. Días antes le envió un telegrama aséptico a Sylvia. Le dio el día, la hora y el lugar para la cita: sábado, a las 14.00 y en la estación de Giessen.
Estuvo en el Tour de 1967, en la etapa del Mont Ventoux en la que falleció el inglés Tom Simpson
El momento inolvidable
A los ciclistas les acompañaba un pelotón de agentes de la Stasi. Que nadie cayera en la tentación de desertar. En el viaje en autobús hasta el hotel, Wiedemann vio la estación. Era sábado. A las 14.00 aprovechó el permiso para dar un paseo y se acercó al punto de encuentro. Sin palabras. Vio a Sylvia. Bastó. Regresó al hotel, pidió al mecánico una bicicleta para reconocer una vez más el circuito de la carrera. Se alejó pedaleando de la ciudad, dio la vuelta y se encontró con Sylvia y sus padres. Subieron al coche, se ocultaron en una pensión y luego se desplazaron hasta Baviera, libres.
En 1967, Wiedemann completó su meta. Disputó el Tour de Francia. Estuvo en aquella etapa del Mont Ventoux que vio morir a Tom Simpson. Acabó en el puesto 52. Y con 26 años colgó la bicicleta para trabajar en una fábrica occidental y fundar una familia. La suya, la que había quedado atrás en la Alemania oriental, pagó con una pesadilla el sueño de Wiedemann. El padre se quedó sin trabajo y a su hermano, también ciclista, le apartaron del programa olímpico.
Wiedemann tiene ahora 78 años, es viudo desde hace dos y nunca ha querido leer los archivos de la Stasi. Prefiere no saber cómo describieron esta historia en su país natal. Un periodista inglés, Herbie Sykes, le rescató del anonimato al redactar su biografía. En el diario 'L'Equipe', el viejo ciclista confesó que sus nietos conocen por ese libro cómo ha sido su vida. Los viejos hábitos de la RDA. 'Shhhhh...'. Calla, que hasta las paredes anotan lo que dices. Por eso, en cuanto pudieron, Wiedemann y el sol de Honecker se acostaron en el oeste, al otro lado del Muro levantado en 1961 y derribado en noviembre de 1989, hace 30 años. «El mundo es demasiado pequeño para ponerle muros», se lee aún en un trozo de esa despiadada pared.
Lotzsch, el ciclista al que nadie ayudó tras sufrir una caída
Como Dieter Wiedemann, su compatriota en la RDA Wolfgang Lotzsch creció pensando en disputar un día el Tour. Era rebelde y la Stasi le acosó. En los archivos del Ministerio hay más de dos mil documentos en su contra con testimonios de vecinos y amigos. Era un maldito. Todos lo sabían. Nadie quería contaminarse. Y así, cuando durante una carrera Lotzsch sufrió una caída y quedó tirado e inconsciente, ningún compañero se atrevió a atenderle. Harto, intentó fugarse de la RDA. Fracasó. Le encarcelaron. Al salir de la prisión regresó al pelotón, ganó la Vuelta a Berlín y, al final, ya tras la caída del Muro, pudo estar en el Tour, aunque como mecánico.
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