A la alegría y la alergia apenas las separa el desorden de una letra. Sin embargo entre ellas suele mediar un abismo. Las alegrías tienden ... a ser efímeras y huidizas. Las alergias, tozudas y persistentes. A algunos les duran toda una vida. Ahora, con esto de la vacuna, acabamos de pasar de la alegría a la alergia sin apenas transición.
La sonrisa que nos dibujaron el martes un tal William Shakespeare (de qué me sonará...) y una tal Margaret, la valerosa nonagenaria que aparenta diez años menos (¡si es por efecto de la vacuna, que me la pongan!), se nos congeló el miércoles al saber que dos de los vacunados han sufrido reacciones adversas. Los titulares del martes eran optimistas. El brazo de esa anciana recibiendo el pinchazo parecía destinado a obrar más milagros que el brazo incorrupto de Santa Teresa, animándonos a todos a vacunarnos sin miedo. Ayer en cambio la noticia era que Reino Unido recomienda no vacunarse contra la covid a quienes tengan alergias severas. Y en estos tiempos infantiloides, enseguida se tomó la parte por el todo (deporte que debería ser olímpico y no el 'break dance') y algunos concluyeron que la vacuna mata a los alérgicos (sería de rinitis, si me apuras).
Vivimos entre el catastrofismo y la insensatez y eso explica que en mitad de una pandemia terrorífica sus posibles víctimas le tengan más miedo al remedio que a la enfermedad. A veces pienso que si la covid fuera el ébola no harían falta restricciones; el pánico nos mantendría encerrados. Pero luego me acuerdo del sida, pandemia que podría haber evitado miles de muertes solo con el simple gesto de usar un preservativo. Y ni por esas. Está claro que entre la alegría y la alergia, el ser humano siempre elige la alegría, pero la más inconsciente.
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