España, solvente, pero vigilada
Standard & Poor's ha anunciado la subida de un escalón en el rating soberano a largo plazo de España, pasándolo de 'A' a 'A+', con ... perspectiva 'estable'. La noticia ha sido recibida con satisfacción en las esferas gubernamentales, conscientes de que estas calificaciones, aunque frías y técnicas, tienen gran trascendencia, no para el público llano, pero sí para los agentes financieros y para los inversores internacionales.
Un 'rating' no es una encuesta coyuntural ni un índice parcial, sino un juicio integral sobre la solidez económica de una nación. Y en ese terreno los árbitros no son opinadores de tertulia, sino agencias de calificación global como S&P's, Moody's o Fitch, cuyas evaluaciones influyen en el coste de financiación del Tesoro y en la imagen económica que proyecta una región o país.
Conviene insistir en lo que significa una calificación soberana. Es, por así decirlo, el carné de identidad financiero de una nación. La escala separa con nitidez dos mundos: el del 'grado de inversión', donde los países son considerados prestatarios solventes, y el de los 'bonos basura', asignado a economías con graves problemas de repago de sus deudas. Entre ambos extremos se sitúa una gama de letras —'AAA', 'AA', 'A', 'B' o 'BBB'— que modula fortalezas y debilidades. España, con su reciente promoción a 'A+', se ubica en la mitad superior, pero lejos de los privilegiados con triple A, categoría reservada a una élite de fiabilidad incontestable.
Con nomenclaturas diferentes, las tres grandes agencias mantienen valoraciones próximas. Antes de este movimiento, Moody's situaba a España en 'Baa1', mientras Fitch la hacía en 'A-'. Con la mejora de S&P's, nuestro país avanza un peldaño y afianza su posición dentro del 'grado de inversión'. Es un reconocimiento útil: refuerza la confianza de los mercados y abarata —aunque sea moderadamente— la colocación en los mercados de deuda pública.
El comunicado oficial de S&P's fundamenta la mejora en varios factores: el saneamiento financiero del sector privado y su capacidad exportadora, la solidez del crecimiento económico con un mercado laboral dinámico, la capitalización adecuada de la banca y el papel estabilizador de la zona euro frente a turbulencias externas. También el impacto limitado que los aranceles estadounidenses tendrán sobre las cuentas externas del país. En conjunto, son argumentos que transmiten confianza en la resiliencia de nuestra economía y en su capacidad de absorber shocks sin comprometer la estabilidad sistémica.
Ahora bien, la lectura no puede detenerse en los méritos. Junto a las virtudes, S&P's destaca las sombras. El déficit fiscal apenas se reduce, lo que limita una rebaja sustancial de la deuda. De hecho, la agencia proyecta que la deuda pública seguirá en torno al 105 % del PIB a finales de 2025. A ello se suma un bloqueo político que debilita el impulso reformista, acompañado de retos estructurales como la baja productividad y un mercado laboral dual, lastrado por la temporalidad. Y, en el horizonte, los desequilibrios demográficos, que presionarán cada vez más sobre la sostenibilidad de las pensiones y del resto de gastos ligados a una mayor longevidad.
La memoria histórica añade perspectiva. España alcanzó su mejor rating a mediados de la década de 2000, antes de la gran crisis financiera. La posterior recesión, el estallido de la burbuja inmobiliaria y la acumulación de deuda hundieron nuestra nota y supusieron más de una década de lenta recuperación. Aún no hemos recuperado nuestras mejores calificaciones de entonces.
No faltan voces políticas dispuestas a vestir el resultado con retórica. El presidente Sánchez, en su balance veraniego, ha proclamado que «la economía española va como un tiro, y ahí están los datos». Ciertamente los datos acompañan, pero la comparación internacional relativiza cualquier entusiasmo. Vamos bien, pero no vamos solos. Frente a los líderes seguimos a distancia respetable. No conviene olvidar que deberíamos aspirar a 'ser como Dinamarca', un eslogan consagrado que apunta a los mejores.
El rating es un espejo incómodo. Renueva la imagen de un país solvente, capaz de honrar sus compromisos, pero con fragilidades estructurales que limitan su recorrido. Y nos confirma que el juicio de los evaluadores se emite atendiendo solo a los fundamentos económicos. El reconocimiento de S&P's no es un aplauso incondicional, sino una declaración temporal junto al mensaje implícito de que la excelencia aún está lejos.
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