Laiseka pone su nombre a un sueño
El ciclista vizcaíno venció en Luz Ardiden, en el Tour de 2001, y culminó la aspiración del Euskaltel-Euskadi, un equipo nacido para disfrutar de días así en los Pirineos
Pedaleaba y hablaba, y miraba hacia atrás: no escuchaba ni a Armstrong ni a Ullrich. Pedaleaba y hablaba para sí, para dentro, para los suyos, ... para su padres que veían desde Algorta con el corazón eléctrico la etapa de su vida. Pedaleaba y hablaba; se contaba su propia historia, la de un joven que hizo de la oposición su orgullo, la de aquel chaval enteco y desmañado al que había que poner de portero en los partidos de futbito en el Instituto de Formación Profesional de Algorta; la de un adolescente, ciclista por genética, que en los entrenamientos con sus amigos del Club Ciclista Punta Galea gustaba de arrancar y esperar a los otros junto al cartel del puerto. La historia de uno de esos aficionados que en 1990 ocuparon las cunetas de Luz Ardiden para ver a Induráin y LeMond, para animar a Marino Lejarreta... Mientras pedaleaba y hablaba, tuvo tiempo Roberto Laiseka para saludar a su gente, para verse reflejado en una hilera de gargantas que hacían de coro para el día de su vida y la de su equipo, el Euskaltel-Euskadi, debutante en el Tour, estrella en Luz Ardiden.
Era la última etapa de montaña del Tour 2001. Mientras Armstrong remataba su tercer triunfo, Ullrich sellaba su condición de acompañante en el podio, Beloki se colocaba a tiro del tercer puesto de Kivilev y Galdeano acariciaba la quinta plaza en la clasificación general, Roberto Laiseka encendió fuego en la montaña. Tenía el día formato de última oportunidad. Laiseka ya había sido segundo tras Cárdenas en Ax-les-Thermes. El Tour se repetía en su estela: Armstrong, Ullrich, Beloki, Sevilla, Galdeano, Kivilev, Chaurreau, Heras.... Los más fuertes cosieron sus dorsales en una fila que marchó por el Aspin y el Tourmalet como anestesiada por el yugo americano.
Mar de ikurriñas
Laiseka, el último en cruzar el Aspin, escuchó en el Tourmalet tantas voces conocidas, tanto aliento regalado, que invocó a la aventura y atacó en un mar de ikurriñas y camisetas naranjas. Hacía calor, su calor, y el sol que caldeaba su cuerpo también centelleaba en el lucero blanco de sus sienes. Pero no era aquel el disparo bueno. Ullrich, por detrás, mordía por una oportunidad que sabía perdida. Y aun así lo intentó. Armstrong volvió a seguirle, sin dibujar en su rostro ni un lamento. Neutralizó al alemán como si eso fuera algo fácil, como en el resto de los Pirineos, como en los Alpes, como desde allí hasta París.
El descenso del Tourmalet reunió nombres. Todos juntos, salvo los supervivientes de la escapada del día: Moncoutié, Aerts y Belli. Esa fuga parpadeaba ya como una lámpara a punto de apagarse en el bucle que une el adiós al Tourmalet con el saludo a Luz Ardiden, el último puerto de aquel Tour. Ullrich sintió que la carrera se le retorcía, que se le iba. Y corrió para agarrarla, pero cada vez que estiraba su cuello el triunfo estaba más lejos; más cerca de Armstrong. Una mirada por detrás, Laiseka vio en la renuncia final de Ullrich la espita para su mejor idea: atacar a 11 kilómetros para la cumbre de su vida.
Con las vértebras pinchando su maillot naranja del Euskaltel, con la medalla barqueando al cuello y al ritmo compulsivo de su pedaleo inquieto, Laiseka miró hacia la meta. Se la acercaban los gritos de los suyos, de una montaña anaranjada. Sus ojos corrían más que él, saltaban de una curva a otra. Alcanzaron a Moncoutié y Aerts; luego a Belli. Entre él y la cima ya no quedaba nadie; sólo el miedo a escuchar por detrás el hálito de Armstrong. Por eso se giraba; para no ver a nadie. Por eso pedaleaba para surcar tras un horizonte, otro; tras una curva, otra.
Armstrong, con Ullrich
A 4 kilómetros de la meta, cuando por detrás Heras se justificaba al dejar solos a su líder, Armstrong, y a Ullrich -perseguidos por Beloki y Sevilla-, Laiseka, el único ciclista que aún perduraba del primer equipo Euskadi, mantenía prendido su sueño con el hilo de poco más de un minuto.
Armstrong, con ambición en lugar de sangre, se contuvo por una vez. Su Tour era el de Ullrich; no el de Laiseka. Y Roberto pudo vivir así el momento que de sólo imaginarlo tantas veces le había erizado la piel. El debutante tardío, el ciclista de papel sepia, el que viene del pasado, de un deporte más anárquico y más romántico, veía ya la meta. Comenzó a hablar, a hablarle a su madre, a su padre, a sus amigos y a su novia; a él mismo. Le estaba poniendo letra a la canción de su vida, el himno desde ese día del Euskaltel-Euskadi. La primera victoria en el Tour.
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