Una estrella sentada a mi lado
Por una de esas increíbles casualidades de la vida que nos fuerzan a hacernos preguntas de lo más disparatadas, un día me encontré cara a ... cara con Kobe Bryant. Fue durante los Juegos de Londres, en el tren rápido que conectaba el Parque Olímpico de Stratford con la estación de Saint Pancras, al norte de la ciudad. Una tarde, de regreso al hotel, una pareja se sentó frente a mí. Absorto en mi portátil, supongo que repasando los resultados del día, no les presté atención. Lo hice cuando el hombre dio las buenas tardes con un majestuoso vozarrón de barítono. Levanté la vista y supongo que puse una cara bastante tonta de sorpresa. Eran Kobe Bryant y su mujer, Vanessa.
Até cabos para explicar en lo posible aquella inmensa casualidad. La selección de Estados Unidos, compuesta por las grandes estrellas de la NBA, no se hospedaba en la Villa Olímpica, como lo hacían el resto de los mortales participantes en los Juegos. Deduje, por tanto, que Kobe y su esposa habían asistido esa tarde a alguna competición y regresaban a su hotel como lo hacían, a esa hora, miles de personas. Viendo los dos paquetes que llevaba ella, constaté también que se habían dado una vuelta por el inmenso centro comercial que acababan de inaugurar en Stratford, al lado de la estación. Peliculero que es uno, hasta imaginé una escena muy cinematográfica, la de los Bryant abriendo la puerta de una tienda muy cara y luego el típico revuelo de las dependientas, como mariposas nocturnas buscando ansiosas la luz, cuando detectan a un multimillonario.
El trayecto apenas llegaba a los diez minutos. Ese tiempo tan escaso me sirvió como excusa perfecta para perdonarme a mí mismo por no cumplir el deber de mi oficio y, aunque fuera a riesgo de recibir una negativa humillante, hacerle al astro de los Lakers un par de preguntas. Preferí observarle con disimulo, sin parecer un pesado. Es más, confiando en parecerle un impecable y discreto compañero de viaje con el que bien podría compartir la ruta del Transiberiano. Kobe me ganó para siempre con la sonrisa y el comentario cariñoso que dedicó a dos niños que se le acercaron a pedirle una foto, animados por su madre. Fue entonces cuando el resto del vagón le descubrió. A algunos les entró una risa floja por la sorpresa. La cercanía de la gran estrella invitaba a aprovechar la ocasión y, sin embargo, nadie más se le acercó. La gente le observó con admiración y respeto, pero a distancia, como si los dioses se apreciaran mejor con un espacio de por medio. En eso pensé cuando, al llegar a Saint Pancras, justo al abrirse la puerta del vagón, varios pasajeros se apartaron cediéndoles el paso, sonrientes mientras les veían marchar, felices de su suerte y de la historia que esa noche, como yo ahora, podrían contar.
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