Ese vago clamor que rasga el viento
Golpe a golpe ·
Los versos de Zorrilla y Bécquer son esencia del romanticismo, pero la lista es infinita. Los muertos nunca están solos en la poesíaCarlos Aganzo
Sábado, 28 de octubre 2023, 00:01
La imagen del joven José Zorrilla el 15 de febrero de 1837, declamando sus versos frente al féretro de Larra en el cementerio del Norte ... de Madrid, podría ser la estampa fundacional del romanticismo español. A partir de ese día, el autor de 'Don Juan Tenorio' se hizo poeta oficial, alentado por Espronceda, García Gutiérrez y Hartzenbusch: «Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana; / vano remedo del postrer lamento / de un cadáver sombrío y macilento / que en sucio polvo dormirá mañana». «Que el poeta, en su misión -continuó antes de desmayarse- / sobre la tierra que habita, / es una planta maldita / con frutos de bendición».
De cementerios, nieblas, aparecidos, fuegos fatuos, sombras y quimeras está llena la poesía romántica española. Un club de poetas 'malditos' en el que la muerte tiene protagonismo especial, como signo de ese modo de caminar sobre los propios límites de la vida, y más allá. Más explícito aún que el vallisoletano lo fue su protector desde aquel momento, Espronceda, cuando escribió aquello de «Me agrada un cementerio / de muertos bien relleno, / manando sangre y cieno / que impida el respirar». Y sin duda más poético, más quebradizo y más tierno que los dos juntos lo fue Gustavo Adolfo Bécquer, el maestro de las leyendas, en cuya famosa Rima LXXIII escribió sobre una niña muerta: «Cerraron sus ojos / que aún tenía abiertos / con un blanco lienzo; / y unos sollozando, / otros en silencio, / de la triste alcoba / todos se salieron (…) / Al dar de las Ánimas / el toque postrero, / acabó una vieja / sus últimos rezos, / cruzó la ancha nave, / las puertas gimieron, / y el santo recinto / quedóse desierto. / De un reloj se oía / compasado el péndulo, / y de algunos cirios / el chisporroteo. / Tan medroso y triste, / tan oscuro y yerto / todo se encontraba / que pensé un momento: / ¡Dios mío, que solos / se quedan los muertos!».
De la soledad de los muertos en los camposantos tal vez no han sido los españoles tan gustosos como lo pudieron ser en su tiempo los Graveyard Poets, los poetas de cementerio británicos del siglo XVIII, célebres por sus melancólicas meditaciones. Ni tan amantes de lo contrario, la alegre compañía de los difuntos, que ha marcado y marca una buena parte de la poesía mexicana, que hace de los huesos y las calaveras una cuestión mollar de su iconografía: «Lamenta la mente / de menta demente: / cementerio es sementero, / simiente no miente. / Laberinto del oído, / lo que dices se desdice / del silencio al grito / desoído», escribe Octavio Paz. En cualquier caso sí lo han sido al menos una buena parte de nuestros escritores del siglo XIX. Y también del XX.
«Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y malditoel que remueva mis huesos»
William Shakespeare
(1564-1616)
Quizás recordando el ambiente de aquellas 'Noches lúgubres' de José Cadalso, del que se dice que quiso desenterrar a su amada para darle el último adiós, en el Madrid de los años treinta del siglo pasado se recuerdan las visitas a los cementerios de un grupo encabezado por don Mariano José de Rivas, abogado, escritor y periodista, y formado además por personajes como Agustín de Foxá y César González-Ruano. Recitaban versos teñidos de melancolía, y de metafísica, en los límites entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Una experiencia que Manuel Altolaguirre y Concha Méndez recogerían en su conocida edición de 'Los crepúsculos', 225 ejemplares de los que el primero, presuntamente, se depositó en la tumba de Baudelaire, en Montparnasse.
La lista es tan infinita como la de nuestros poetas. Machado le pide en primavera a Palacio, su buen amigo, que suba al Espino, donde está la tierra que cubre a Leonor «con los primeros lirios / y las primeras rosas de las huertas». Federico García Lorca escribe, espantado por la muerte, que siempre supo que le andaba buscando: «Quiero dormir el sueño de las manzanas, / alejarme del tumulto de los cementerios. / Quiero dormir el sueño de aquel niño / que quería cortarse el corazón en alta mar». Y el gran Luis Cernuda describe el dolor y el olvido que mora en un camposanto de ciudad: «De las losas con muertos de dos siglos, / sin amigos que les olviden, muertos / clandestinos. Mas cuando el sol despierta, / porque el sol brilla algunos días de junio, / en lo hondo algo deben sentir los huesos viejos». No tan solos, los muertos. Al menos en la poesía.
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