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mauricio-josé schwarz
Sábado, 1 de junio 2019, 00:48
El presidente estadounidense John F. Kennedy dijo al Congreso en mayo de 1961 que su país debería comprometerse, antes de terminar la década, en hacer ... que un hombre aterrizara en la Luna y volviera con seguridad a la tierra.
En aquel año, la exploración espacial estaba aún en mantillas. Apenas cuatro años antes, la URSS había lanzado el Sputnik I, que emitió una señal de radio durante 21 días. En abril de 1961, Yuri Gagarin se había convertido en el primer ser humano que entraba en órbita y, veinte días antes del discurso, Estados Unidos había lanzado a su primer astronauta, Alan Shepard, en un vuelo suborbital.
Fue año y medio después, en septiembre de 1962, cuando Kennedy incendió la pasión nacional al declarar ante un público universitario: «Decidimos ir a la Luna en esta década no porque sea fácil sino porque es difícil». Verdaderamente no sabía la enorme dificultad del empeño.
No era solo el viaje espacial en sí, sino todas las facetas de la ciencia indispensables para el proyecto: cohetes, combustibles, sistemas de guía de las naves, rastreo desde tierra, comunicaciones a distancias nunca antes intentadas, mantenimiento de la vida humana (alimentos, agua, oxígeno, manejo de desechos), navegación, protección contra la radiación cósmica… No se sabía siquiera cómo afectaba el espacio a los seres humanos. La ignorancia era total, sin un solo antecedente sobre cómo hacer realidad la idea contenida en las breves palabras de Kennedy. No había aún ni siquiera satélites de telecomunicaciones: el primero se pondría en servicio meses después. Dicho de otra forma, estaba todo por hacer.
El control de la misión no podía hacerse manualmente, era necesario utilizar ordenadores. Pero los ordenadores de entonces ocupaban habitaciones enteras. Un novedoso sistema de paquete de seis discos duros presentado por IBM en noviembre de 1962 tenía un peso de 5 kilogramos con una capacidad de dos millones de caracteres, dos megabytes. Un teléfono móvil de hoy, con 64 gigabytes, tiene 32.000 veces la capacidad de aquellos discos.
Y, sin embargo, había visionarios. John W. Mauchly, creador del legendario ordenador ENIAC, imaginaba ordenadores pequeños y predecía que en diez años todo mundo andaría por la calle con su propio ordenador personalizado. Acertó en el pronóstico pero fue muy optimista en la fecha: no sucedió hasta finales de los noventa. El reto era la microminiaturización de todo cuanto fuera posible para reducir su peso porque cada kilogramo enviado al espacio tenía –y tiene– un elevado coste, e impone limitaciones técnicas. Jack Kilby había creado a fines de los cincuenta el primer microcircuito integrado según las especificaciones que le había propuesto la NASA, una enorme reducción respecto de los transistores de los ordenadores de la época, y un invento que seguimos utilizando en todos nuestros dispositivos. Su trabajo le valdría el Nobel de Física en 2000.
La ciencia del viaje a la Luna se desarrolló en sucesivos programas. El Mercury, que incluyó vuelos suborbitales y orbitales entre 1961 y 1963, comenzó desarrollando la tecnología de lanzamiento y recuperación antes de comenzar los vuelos tripulados para estudiar la salud de los astronautas, uno en cada misión. Los sistemas de monitorización remota de variables vitales desarrollados entonces son hoy de uso común en unidades de cuidados intensivos (UCI) en todos los hospitales.
Le siguió el proyecto Gemini, que, como su nombre sugiere, llevaba dos astronautas en cada vuelo. El cálculo era que se necesitaban tres tripulantes para ir a la Luna, así que este era el puente entre las 'cápsulas' Mercury y las que serían después el programa Apolo. En algún momento se pensó en que las Gemini pudieran volver a tierra planeando (algo que se retomaría para el programa de los transbordadores espaciales en los ochenta) en lugar de usar un paracaídas para caer al mar y ser recuperadas por barcos. Aunque el proyecto se abandonó, el diseño de las alas del Gemini fue retomado por los entusiastas que crearon el deporte del ala delta, parapente o 'hang-gliders'.
Una de las misiones del proyecto Gemini era desarrollar los sistemas de control de las naves y la capacidad de los astronautas para maniobrar manteniéndose en el espacio durante dos semanas. Además, se probó la posibilidad de que los astronautas salieran de sus naves al espacio protegidos únicamente por los trajes diseñados con sistemas inéditos para poder mantener una presión adecuada en su interior pero, al mismo tiempo, ser flexibles para permitir autonomía al usuario. El primer estadounidense en hacer lo que hoy se conoce como 'paseo espacial' o 'actividad extravehicular' fue Edward White en 1965, poco después de que lo hubiera hecho el cosmonauta soviético Alexander Leonov.
Para el viaje a la Luna se había decidido usar dos vehículos, uno que se mantendría en órbita alrededor del satélite con un tripulante, y otro dedicado al aterrizaje, que llevaría a dos astronautas a su superficie y luego despegaría para acoplarse con la nave de retorno. El sistema de acoplamiento que se probó era, por cierto, resultado de un método desarrollado por el astronauta del proyecto Gemini Buzz Aldrin en su tesis doctoral. El primer acoplamiento de dos naves se produjo así el 16 de marzo de 1966 cuando la nave tripulada por Neil Armstrong y David Scott se enlazó con un cohete Agena no tripulado. Aldrin y Armstrong serían, tres años después, los primeros hombres en la Luna. La informatización de las naves se puso a prueba en el último viaje del proyecto: el Gemini 12 reingresó en la atmósfera terrestre y se posó en el mar en un proceso totalmente automatizado.
Mientras tanto, las telecomunicaciones iban avanzando para poder transmitir y recibir datos a distancias cada vez mayores. La NASA estableció en diciembre de 1963 la Deep Space Network (Red del Espacio Profundo) para rastrear sus satélites y naves tripuladas. Para poder funcionar todo el tiempo independientemente de la trayectoria de las naves y de la rotación de la Tierra, la red estableció centros en California, Madrid y Australia que siguen operativos hoy, enlazando con todas las misiones de la NASA y actualizándose en cuanto a sus antenas, tecnología y capacidades.
Lo poco que se conocía para la misión propuesta se hizo dolorosamente evidente el 27 de enero de 1967. Un incendio se desató en el módulo de comando de la que sería la Apolo 1 en un ensayo para el primer vuelo del programa, previsto para el 21 de febrero. En el accidente murieron los astronautas Roger Chaffee, Virgil 'Gus' Grissom y Edward White, y obligó al rediseño total de la nave espacial durante el año siguiente. Entre otras cosas, se descubrió que algunos materiales normalmente ignífugos podían volverse inflamables a la presión del aire usada en las naves estadounidenses, que empleaban oxígeno puro para presurizar las naves antes del lanzamiento y durante el mismo. De hecho, el que no hubiera habido accidentes mortales hasta entonces (sí los había habido en el programa soviético) era casi milagroso.
Mientras estas misiones se preparaban para la conquista de la Luna, una serie de sondas no tripuladas fueron enviadas a estudiar de manera remota la superficie del satélite. Solo como ejemplo, algunas hipótesis planteaban que estaba cubierta de una gruesa capa de polvo finísimo y tanto el módulo de alunizaje como los astronautas se hundirían en él al tratar de tomar tierra. En julio de 1964, la sonda Ranger 7 logró enviar algunas fotos de la superficie lunar antes de impactar contra ella, como hiciera después el Ranger 8. El 9 por su parte envió imágenes de televisión y en junio de 1966 el Surveyor 1 consiguió posarse suavemente en la Luna y hacer diversas pruebas obteniendo datos para la llegada de tripulantes. Le siguieron otras sondas de la serie Surveyor más los estudios fotográficos de una serie de orbitadores.
Los cálculos en sí de las trayectorias, fuerzas y puntos de lanzamiento de la misión lunar no eran, nada novedoso. De hecho, Julio Verne los había hecho en 1865 con bastante precisión –algo aún más admirable dado que no era físico– salvo porque su cañón debía haber sido mucho más largo para que su cápsula alcanzara la velocidad de escape… y el hecho de que la súbita aceleración de un cañonazo habría aplastado a sus tres tripulantes en el suelo de la 'bala', matándolos al instante.
Apolo era el paso final para ir a la Luna: el cohete más poderoso jamás construido, el Saturno V, llevaría una carga formada por un módulo de control y un módulo de alunizaje con tres tripulantes. La serie Apolo continuó con sus vuelos tripulados desde el número 7, que solo se puso en órbita; el 8, que fue a la Luna y la orbitó 10 veces antes de volver; el 9 que probó los sistemas vitales del módulo de comando y el de aterrizaje; y el 10, que llegó a volar el módulo de aterrizaje hasta apenas 15 km de la superficie lunar en lo que se denominó como un ensayo general. El 11 sería la culminación de todos los procesos de conocimiento disparados con el discurso de Kennedy.
La ciencia del proyecto espacial y lo que se podría aprender en el proceso estaba en un precario equilibrio con los objetivos eminentemente políticos del programa. La llamada carrera espacial entre EE UU y la URSS era parte de la Guerra Fría. Y eso representaba una oportunidad enorme para aprender más acerca del cuerpo humano, la historia de nuestro planeta, su satélite, el sistema solar y el universo entero, y de desarrollar hipótesis, herramientas y tecnología que tendrían –y tienen hasta hoy– un profundo efecto en la vida de prácticamente todos los seres humanos.
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