
Un campo de trigo frente a la Torre Trump
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El arte de la segunda mitad del siglo XX sirvió de espejo a tensiones sociales, críticas al despilfarro y una visionaria llamada de atención sobre el medio ambienteBegoña Gómez Moral
Sábado, 18 de enero 2025, 00:01
Se atribuye a Thomas Mann haberse percatado de que, nos guste o no, todo está ligado a la política; a su contemporáneo Eric Blair -más ... conocido como George Orwell- se atribuye haber especificado que todo arte es político y que incluso intentar negar ese hecho supone ya una actitud política. Como en un intento de poner a prueba la veracidad de esas apreciaciones, la propuesta de la Neue Nationalgalerie de Berlín despliega su colección permanente sobre el arte de la segunda mitad del siglo XX con particular atención a su papel «entre la política y la sociedad».
Resulta difícil asociar de un primer vistazo algunas bucólicas instantáneas de Agnes Denes, caminando por un campo con un cayado en la mano derecha, con el trigo dorado llegándole a la cintura y mecido por una suave brisa, con la militancia política y con la denuncia social. Es en las fotos con el encuadre más abierto donde vemos que la escena se desarrolla frente a un 'skyline' inconfundible y que hay una intención mucho más compleja que la de retratar a una pastorcilla camino del aprisco en una mañana soleada.
La realidad es que, tras meses de preparativos, en mayo de 1982, la artista plantó un campo de trigo de casi una hectárea en una escombrera del bajo Manhattan, a dos manzanas del toro de Wall Street y del World Trade Center; en un punto desde donde la vista de la Estatua de la Libertad es privilegiada. El lugar, donde ahora se asienta Battery Park City, era entonces un bocado de terreno recién ganado al río Hudson a partir de la tierra extraída para los cimientos de varios edificios, entre ellos precisamente las Torres gemelas, inauguradas en 1973.
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Agnes Denes había obtenido ese año una beca destinada a la creación de escultura pública. Existía la posibilidad de diseñar una pieza para un parque de Queens, pero, en lugar de optar por un proyecto convencional, encontró ese trozo de Manhattan -milagrosamente vacío por el momento- y destinó los fondos de su beca a contratar 200 camiones cargados de tierra. Con ayuda de unos pocos voluntarios, cavó 285 surcos que, a pesar de la escasa experiencia agraria, limpiaron de piedras y basura. Las semillas se sembraron a mano antes de cubrirlas de tierra. El trigal se mantuvo, limpio y sin plagas, durante cuatro meses. Quienes vivían cerca en esa época aún recuerdan una imagen sorprendente; «Es Kansas en Manhattan», comentó un periodista del 'New York Times'. La cosecha se recogió el 16 de agosto y produjo más de 500 kilos de trigo sano y dorado.
Plantar y cosechar un campo de trigo en un terreno valorado ya por entonces en más de 4.000 millones de dólares creaba una poderosa paradoja. El cereal era un símbolo, un concepto universal; representaba el alimento, la energía, el comercio mundial y la economía; Por sí solo hacía referencia a la mala gestión, al despilfarro y a lo que entonces se llamaba «el hambre en el mundo». También era una visionaria y pionera llamada de atención sobre la importancia de la ecología.
La intervención de Agnes Denes -titulada 'Campo de trigo- Una confrontación'- se produjo, además, casi al mismo tiempo que en la zona central de Manhattan, el próximo presidente de los Estados Unidos -por entonces de 36 años- acababa de finalizar las obras de la Trump Tower, que se inauguraría y abriría al público unos pocos meses después. Como sucede con muchas piezas con verdadera resonancia, el sentido de la pieza de Denes era poliédrico en origen y capaz de cambiar de significado con el tiempo. El grano cosechado, que llevaba consigo la crítica implícita a las prioridades sociales y políticas equivocadas, viajó a veintiocho ciudades de todo el planeta en una exposición llamada 'The International Art Show for the End of World Hunger' (Exposición de arte internacional para el fin del hambre en el mundo). Sin olvidar que también los atentados del 11 de septiembre añadieron un estrato adicional de significado y allí, debajo de lo que durante un breve lapso de cuatro meses fue un trigal y ahora son apartamentos, hay enterrada una cápsula del tiempo que, en el mejor de los casos, se abrirá dentro de unos mil años.
En la segunda mitad del siglo XX es cuando la presión constante sobre el medio ambiente, causada por la industria, el transporte y la tecnología, comienza a asociarse a la destrucción irreversible del planeta. La idea de la invulnerabilidad del entorno natural se hace añicos y deja en el aire la cuestión de qué es realmente la naturaleza.
Junto a piezas de los grandes chamanes del arte, como Richard Long, Mario Merz, Penone y los 7.000 robles de Beuys, la legendaria intervención de Denes forma parte de una sala dedicada a reflejar las respuestas múltiples que el arte ha dado a las políticas medioambientales. Pero el recorrido parte de más atrás. Retrocede hasta 1945 y hasta obras que reflejan las secuelas del Holocausto y la devastación de la guerra. Después, en salas sucesivas, un espíritu de optimismo que había parecido aplastado bajo una montaña de culpa tan solo unos años antes trae consigo el eco de movimientos de liberación y derechos civiles, uno tras otro. Con el tiempo, trae incluso la disolución de los bloques de apariencia inamovible que habían dado razón de ser a varias décadas de Guerra Fría. En el mismo periodo las artes visuales se habían debatido en una disputa igual de ardua entre figuración y abstracción. Mark Rothko y Morris Louis crean grandes superficies de color que proponen a una disolución de los límites y Barnett Newman pregunta quién teme al rojo, azul y amarillo.
Esa panorámica tiene parada en cada una de las fricciones sociales en las que el arte de la segunda mitad del siglo XX sirvió de espejo no siempre fiable, pero sí dispuesto a hacer lo posible por reflejar una realidad múltiple. No en vano el título de la exposición, 'Prueba de estrés', hace referencia a la performance radical de 1970 del accionista vienés Günter Brus, que, refugiado en Múnich huyendo de una condena en su país por masturbarse mientras cantaba el himno nacional, llevó en esa última acción su cuerpo hasta el límite para poner de relieve, entre otras cosas, el campo de fuerzas que mantuvo en tensión la sociedad y la política de su época.
Siguiendo el ejemplo de otros grandes museos, esta exposición es en realidad una relectura de la colección permanente, con la particularidad de que los fondos de la Neue Nationalgalerie llevan la impronta de la historia de la Alemania dividida. Nos recuerda que durante los 40 años de existencia del Muro de Berlín la Neue Nationalgalerie -Galería de Arte Nacional- existió tanto en el Este como en el Oeste de la ciudad. Su colección, unificada finalmente en 1990, refleja las diferentes concepciones del arte y los sistemas de valores políticos surgidos tras el final de la Segunda Guerra Mundial y más allá. A través de 163 obras de 143 artistas; a lo largo de un viaje por trece salas que cuestionan desde el trauma de posguerra hasta la identidad, el pop y los sistemas análogos, el arte y la historia cultural de los dos estados alemanes evidencian una realidad cambiante en un contexto internacional que tampoco permaneció inmóvil ni por un instante.
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