La música más intima
La clarinetista Laura Ruiz y el violinista Javier Aguilar reconocen que ha sido «una experiencia brutal» ·
En Alemania se adapta una performance de Marina Abramovic para evitar que los instrumentos enmudezcan, con conciertos de un maestro para una sola persona y en los escenarios más atípicosDos sillas que esperan a dos personas separadas por dos metros. Silencio. En una cárcel abandonada, sobre el escenario vacío de un teatro sin butacas, en un campo de amapolas, un estudio de grabación, un bar de cócteles, una bodega, una galería de arte, un centro de fisioterapia, una iglesia, una tienda de pianos de cola o en la terminal de un aeropuerto. La pandemia al menos es generosa a la hora de proponer escenarios alternativos. Y algo se debe hacer para que los instrumentos no enmudezcan al no saber cuánto se tardará en regresar a un teatro o una sala de conciertos. Es lo que perturbaba a Stephanie Winker desde que se suprimieron las actividades culturales con público. Esta violinista, cuyo currículo sobrepasaría el espacio para este reportaje, se puso manos a la obra con otros compañeros y tres orquestas alemanas. Algo tan sencillo en mente que parecía una sugestión más que algo que pudiera cobrar vida. Conciertos uno a uno, el mano a mano más íntimo que la música puede ofrecer.
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Asume que no fue una idea que iluminó su bombilla. Es la adaptación de una performance que Marina Abramovic desarrolló diez años atrás en el MoMa de Nueva York. Bajo el título 'La artista está presente' permaneció 736 horas y media sentada inmóvil ante una mesa en el atrio del museo. Los espectadores se acomodaban frente a ella y sin hablar trataban de extraer con la mirada la esencia del autor, su estado de ánimo, un ejercicio de empatía de muy variadas conclusiones en el entorno de una retrospectiva de su obra.
A los músicos alemanes les motivó. Hace meses lo pusieron ya en práctica en un festival de verano (Summer Concerts Volkenroda) y ahora era el momento de darle eco. «Era el formato ideal por la nueva distancia social que nos afecta», explica Winker. Lo definen como la creación de «lugares de fortaleza artística» e incluye una iniciativa social: recaudar donativos que van a las arcas de los fondos de emergencia para ayudar a la German Orchestra Foundation. El New York Times concentró su mirada en los doce encuentros de músicos con espectadores que tuvieron lugar en la terminal desolada del aeropuerto de Stuttgart, donde lo primero que sonó fue la 'Allemande Partita en A menor para flauta sola de Bach'.
Hay normas. Básicamente que la interacción sólo es visual. Indistintamente es el espectador o el músico quien se sienta primero. A lo sumo un ligero cabeceo como saludo. Muchas veces ni eso. El maestro se concentra durante un minuto en los ojos de la íntima audiencia. Trata de leer su estado de ánimo y la coincidencia generalizada es que es mucho más evidente el dolor, la turbiedad. Cuando se ha impregnado de sensaciones toca una pieza de entre cuatro y diez minutos. Acaba, dedica otro minuto a comprobar el efecto de su música en su receptor y se marcha. Bueno, en realidad prima en el público esa incomodidad de no saber qué hacer tras reponerse del bombardeo concentrado de emociones que acaba de invadirle. Lágrimas, profundas respiraciones, casi siempre una sonrisa como adiós. Quizá un aplauso gestual. No más.
Campo de amapolas
Laura Ruiz Ferreres es una prestigiosa clarinetista que puede hablar de esta performance con conocimiento de causa. Profesora Catedrática en la 'Hochschule für Musik und Darstellende Kunst Frankfurt am Main', participó en el experimento llevado a cabo en verano en Volkenroda. Quizá el mejor resumen de lo que sintió es que lo traerá en verano a un Festival que organiza en Amposta, su localidad natal. Su experiencia la lleva a un campo de amapolas, bajo una estructura que simula el perfil de un habitáculo. «En nuestro caso comenzó como una exploración del minimalismo». Y fue muy fuerte. «Tratas de captar la energía del entorno y las emociones del oyente y tocar algo que te inspire esa situación».
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No lo tuvo sencillo en el arranque de los tres días que duró la experiencia por la que pasaron todo los instrumentos imaginables. «Mi primer espectador fue un niño, no lo esperaba». Recuerda de él «su cara de curiosidad». Lo tuvo claro. De su clarinete brotó el solo que incluye la ópera 'Tosca' de Puccini en su tercer acto. «Le encantó», recuerda.
Lo que más golpea a los músicos es ese minuto de cruce de miradas. «Es increíble cómo puedes empatizar con el dolor de las personas. Es un diálogo sordo del que se extraen muchas sensaciones. No hay palabras, pero tampoco códigos de conducta«, explica Laura Ruiz. Se corre el riesgo de que »el oyente no sepa cómo actuar y se ponga nervioso«. Y hasta el músico, »porque en el escenario tenemos una distancia que aquí no nos protege. Pero eso lo hace increíble. Es la versión también más íntima de mi mundo como músico«.
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Intimidad muy sana
Javier Aguilar no conocía esta iniciativa hasta que la vio publicada en el New York Times y tuvo claro que la quería experimentar. Ha completado sus estudios musicales en Alemania y Suiza de la mano de los más prestigiosos profesores, es uno de los jóvenes músicos más reconocidos en Europa y su presencia en formaciones de cámara es siempre celebrada cuando pone su técnica al servicio de un Antonio Testore fabricado en 1755.
«Aquí está todo cancelado, no sucede nada y como artista pierdes una parte de ti, como si te faltara una pierna«, explica sobre la situación actual de la música clásica al no poder actuar, ni siquiera ensayar por no haber distancia de seguridad entre los maestros en una gran orquesta. Movió hilos y la semana pasada se enfrentó a una experiencia que jamás olvidará. «Fue en una sala de Berlín, pequeña, donde habían retirado las butacas de patio. Dos sillas sobre el escenario y a la espera de las cuatro personas para las que toqué«, rebobina.
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La mirada. Primera premisa. «No estamos acostumbrados a mirar un minuto a los ojos de cerca ni a las personas que conocemos. Acabas ganando una sensación de intimidad muy sana«. El interlocutor está tenso. »Hay de todo pero el nexo es que cuando arranca la música percibes que la tensión se va. Es un regalo para las dos personas que estamos ahí. Es fácil que se pongan a llorar«. Y al músico le pasa igualmente factura. Di cuatro sesiones y una hora después de acabar me derrumbé. Tomas tanta energía que no sabes lo que ha podido pasar».
Sí recuerda Javier Aguilar algo especial en su tercer oyente. «Su dolor, lo sentí muy fuerte. Se sentó con el ceño fruncido, mucha tensión, era obvio que le pasaban cosas, estaba como en una lucha. Con Bach logré que se relajara«, explica. Sus otras experiencias incluyeron también partituras del genio sajón y fueron con un público más receptivo en apariencia. »Empecé con una mujer de unos cincuenta años, muy alemana (ríe), con aspecto de pensar mucho, organizada. La sentí un poco incómoda. Después vino una chica de unos veinticinco, muy simpática. Traía mucha energía. Me quedé con la sensación de que nos dimos mucho. Y el cuarto fue un hombre de unos 38 años. Lo disfrutó mucho y acabó llorando«.
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Con el eco de la última nota en el ambiente el concierto ha concluido. Un formato mini que también le sirve para no deprimirse con la situación actual. «Ahora tenía una gira con la Orquesta de Cámara de Ginebra por Suiza e Israel. Y participo de un cuarteto con el que teníamos fechas en Francia y Alemania. Llevaré perdidos unos catorce conciertos», lamenta el violinista murciano, que no ve claro si esta pandemia cambiará para siempre parte de su profesión. «En Alemania se está volviendo a la normalidad, pero nosotros seremos los últimos en volver y fuimos los primeros en parar. Estamos sin un ingreso desde marzo. Los formatos podrían cambiar en años venideros. Puede crecer el ámbito camerístico, con orquestas más pequeñas para que haya distancia«. Y, como Laura Ruiz, ve este formato como »un concepto interesante para implementarlo en los festivales de España«. Conciertos 1:1. Así reza en los carteles virtuales.
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