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La violinista Isabelle Faust y el director Andris Nelsons. Pedro Puente / FIS
Crítica de música

Cuando la exuberancia es belleza

Domingo, 31 de agosto 2025, 17:39

Pocas ciudades lucen una historia musical tan rica como Leipzig. De su legado da muestra la Orquesta de la Gewandhaus, fundada en 1743 y convertida ... en nuestros días en un emblema cultural de toda Alemania, en baluarte de una tradición que enlaza nombres como los de Felix Mendelssohn o Wilhelm Furtwängler hasta llegar al letón Andris Nelsons, su actual titular. De su mano visitaba el Festival de Santander recién llegada de la Quincena donostiarra, y no es que escaseen las buenas orquestas en la cita cántabra, pero uno debe remontarse a los conciertos de la Sinfónica de Londres con Simon Rattle (2019) para recordar semejante despliegue de medios: un sonido esplendoroso, depuradísimo, denso y redondo; una ideal armonía entre las secciones y una precisión microscópica a la hora de desvelar los detalles más nimios.

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Con esos mimbres era de esperar esa especial sutileza para atrapar los matices del 'Cantus in memoriam Benjamin Britten' de Arvo Pärt, una elegía de tensa pero profunda calma. Pero no se vio venir la magnitud que alcanzaría el 'Concierto para violín' de Dvorák en manos de Isabelle Faust, seguramente la más versátil de las violinistas, que sigue convirtiendo en oro todo lo que toca. Técnica y sensibilidad fueron inseparablemente unidas y, aunque no deslumbre con su sonido, Faust tiene alma de aventurera y te lleva siempre a lugares inesperados. A veces contenidamente, como en su meditativo Adagio, otras veces danzando o lanzando sonrientes miradas de complicidad a un Nelsons que no dejaba de extraer de la orquesta los más variados colores.

Aún brilló más el conjunto en la Segunda sinfonía de Sibelius, no la más redonda ni atmosférica de las suyas, pero sólida como el granito. Nelsons demostró en ella que no hacen falta aspavientos para que todo se entienda meridianamente. Tras trazar con firmeza el Allegretto inicial, alumbrar de manera diáfana los contrastes del Tempo andante e imprimir un corte casi beethoveniano al Vivacissimo, reservó para el final la mayor muestra de luz y lucimiento, con la cuerda en pleno vuelo y los metales envolviendo la sala entera. Una de esas veces en las que, como escribió William Blake, la exuberancia es belleza.

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