Salir

En cuarentena me obligo a salir. Sé que no es recomendable y que los médicos no lo aconsejan, pero salgo. Salgo porque a pesar de llevar una vida sedentaria, desde que decretaron el estado de alarma, me apetece más salir. Es como aquello de que lo prohibido atrae. Pues debe de ser verdad porque yo, antes de la cuarentena, no tenía ninguna intención de salir y mírame ahora, todos los días saliendo. Mi madre me dice que estoy irreconocible. Y está contenta. Por primera vez desde hace mucho tiempo, la veo contenta. Mi padre, en cambio, está igual de preocupado. Incluso más. Él es el que siempre piensa en los riesgos, sigue las reglas y nos mantiene a raya con sus miedos. Que yo salga le parece una temeridad y una imprudencia, y más en estas circunstancias. Pero es que no se puede vivir con miedo. ¡Eso no es vida! Durante mucho tiempo, quizá demasiado, he cedido ante sus preocupaciones y he llegado incluso a acostumbrarme yo misma a este estilo de vida. Tanto es así que dejé de cuestionar si eso era lo que yo quería. Acabé aceptando, quién sabe si por convencimiento propio o por complacer a mi padre, siempre escudado en que quería lo mejor para mí. Pero entonces llegó la cuarentena y lo puso todo patas arriba. El estado de alarma suponía un cambio drástico en la rutina de la gente. Lo veía en la tele. Toda la situación tenía su puntito de ciencia ficción y yo no quería ser la única sin experimentar algo nuevo, algo distinto. Por eso, el primer día de confinamiento, me armé de valor y salí de la cama. Y al día siguiente, y al siguiente. Con el paso de los días, mi padre se fue calmando, pues empezó a ver que, de forma inesperada, mi depresión parecía empezar a remitir.